Gustavo Petro no tiene un solo día de calma en la Presidencia. Ya sea por sus decisiones erráticas, los fuegos amigos desde su propio círculo, o los ataques sistemáticos de una oposición implacable, el mandatario colombiano parece vivir en una tormenta permanente que erosiona, día tras día, su legitimidad y gobernabilidad.
Lo grave es que muchos de los tropiezos no vienen del enemigo tradicional, sino de los “cercanos”. Exministros, embajadores, funcionarios de confianza y aspirantes presidenciales de su misma orilla ideológica, han terminado convirtiéndose en protagonistas de escándalos, filtraciones y señalamientos que desnudan un gobierno fragmentado, descoordinado y cada vez más enredado en su propia narrativa.
El más reciente episodio, con la revelación de audios sobre supuestas gestiones de un excanciller ante figuras del gobierno de Donald Trump para buscar la caída de Petro, marca un punto de quiebre. No sólo porque refleja el nivel de fractura interna, sino porque refuerza la sensación de descomposición en los círculos cercanos que lo acompañaron en su ascenso al poder.
A esto se suma el escándalo por el traslado de presos de alta peligrosidad en Medellín, bastión político del expresidente Álvaro Uribe Vélez, bajo el pretexto de avanzar hacia la “paz total”. Una apuesta sin rumbo claro, que cada vez despierta más dudas que esperanzas. Lo que debería ser una política de Estado, ha terminado convertida en un acto de fe, en medio de improvisaciones y señales ambiguas.
El panorama se agrava con un gobierno sin brújula legislativa, reformas clave estancadas, aumento de la violencia en distintas regiones del país y la pérdida progresiva de respaldo en sectores sociales que antes creyeron en el cambio. A trece meses de culminar su mandato, el saldo es desalentador: promesas truncadas, tensiones institucionales crecientes y un clima político polarizado al límite.
La respuesta del presidente ha sido más confrontación. Como quien decide patear el tablero, amenaza con consulta popular que ya retiró y ahora se mantiene en plantear una Asamblea Constituyente sin reglas claras ni consensos mínimos. Una propuesta que no nace del diálogo, sino de la imposición. Más que una herramienta democrática, se percibe como un atajo para cambiar las reglas de juego ante la resistencia del Congreso y los controles institucionales.
La historia parece repetirse: un líder carismático que, tras llegar al poder, no logra consolidar un proyecto colectivo de transformación. Petro ha querido gobernar con discurso, pero sin resultados tangibles. Ha sido más eficaz como agitador que como estadista. Su gran error: creer que el mandato popular es un cheque en blanco y no una oportunidad para construir con todos.
En medio del caos, Colombia necesita serenidad, acuerdos y liderazgo con visión. Petro aún tiene un tiempo breve para corregir. Pero si insiste en pelear con todo y con todos, su legado no será el del cambio, sino el de un salto al vacío