Al salir del municipio de Kiruna, en el extremo norte de la Laponia Sueca, me di cuenta de la inmensidad de la región. Cubría unos 20.000 kilómetros cuadrados y llevaba dos días viajando sin descanso desde que salí de Helsinki, la capital en el sur de Finlandia. Cada vez me adentraba más en un vasto territorio que parecía permanecer firme, inmutable e infinito. Era un lugar confuso, cuando lo miraba hacia el horizonte, monótono y aislado, donde la vida parecía inexistente.
Desde la ventana del tren, observaba fugazmente bosques nevados de coníferas, cubiertos de pinos y abetos. Había escasas cabañas dispersas en medio de la nada y algunos pastores de renos. La luz solar se filtraba entre las copas de los árboles, que estaban completamente cubiertos de nieve, a punto de romperse bajo su peso, creando sus tonos dorados.
Luego, la taiga dio paso a la tundra, praderas cubiertas de nieve y hielo. Me quedé asombrado mirando por la ventanilla, deseando bajar del tren y tocar con mis manos aquel mar de nieve. Sobre un manto blanco, solo había un cielo azul resplandeciente mientras el sol avanzaba entre laderas boscosas. A lo largo de la vía, los árboles pasaban como ráfagas de luz, con sus hojas blancas y puntiagudas pareciendo electrificadas. El paisaje parecía dibujado por el polvo de la nieve polar, con figuras blancas entre la arboleda que se asemejaban a monigotes.
Me detuve después de la estación del pueblo de Abisko, en el parque nacional. Concretamente en la parada de Abisko Turist Station, reconocido como uno de los mejores lugares para observar las Auroras Boreales debido a la ausencia de contaminación lumínica. El tren partió, y al pasar por debajo de un puente, vi al otro lado de la vía un gran complejo turístico.
Me encontraba sentado en la mesa frente a una cristalera grande con vistas al lago Torneträsk helado y las montañas cubiertas de nieve al fondo. Con apenas ocho horas de luz al día y noches largas y oscuras, había que mantenerse despierto. Así que me metí en la cama de la habitación para descansar, impaciente con miedo a dormirme y perder el momento preciso de la aurora. Era como cuando uno está pendiente del despertador para levantarse e ir al trabajo. Duermes, pero con la oreja siempre alerta.
Al despertar al día siguiente, con la puesta de sol alrededor de las ocho de la mañana, el termómetro marcaba quince grados bajo cero y el viento era cortante, frío y seco. Cuando vi el lago helado, sentí una conmoción al contemplar su inmensidad. A cambio, se extendía ante mí un cuerpo de agua de setenta kilómetros de longitud y quinientos metros de profundidad, del cual no tenía intención de adentrarme o explorar. Un ligero viento polar soplaba en mi rostro, aunque no se escuchaba su ulular. Era inevitable sentir desconfianza al caminar por primera vez sobre las aguas congeladas de un lago. Estaba atento al sonido de mis propios pasos, esperando que la espesa capa de hielo no se rompiera. La extensión era tan grande que sentía la sensación de alejamiento al andar.
En un momento me detuve, con el corazón latiendo despacio, tratando de no asustarme, en medio de aquel paisaje congelado. Mi vista se perdía en el horizonte sin encontrar un final claro. Y más allá, se asomaba la cordillera escandinava, que crecía junto al lago. Antes de que el sol comenzara a esconderse, regresé al complejo. Me quedé dentro, esperando, arropado por el calor, viendo pasar el día.
Pronto llegó la oscuridad. Pasé la noche esperando en el bar, asomándome al cielo, pero nada sucedía. Estaba desilusionado. Las auroras boreales no aparecían todos los días. Escuchaba historias en la cafetería de personas que habían gastado todos sus ahorros y no habían logrado verlas. Aquella noche se decía que las condiciones meteorológicas eran muy favorables y que podríamos presenciar el ansiado fenómeno. Sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fui a dormir sintiendo cierta decepción. Una leyenda dice que un zorro cruza las mesetas árticas durante las noches frías de invierno e ilumina el cielo con las chispas que se desprenden de su cola al arremolinarse en la nieve, formando así los colores de las auroras boreales. Para los Samis, son conocidas como el “fuego de zorro”. Durante la edad media, se creía que las luces danzantes en el cielo eran las valkirias, guardias y mensajeras enviadas por Odín para recibir a los muertos en combate.
El tercer y último día de mi estancia, desperté radiante. Había pasado varios días viajando por encima del círculo polar ártico, pero aún no había tenido la oportunidad de presenciar la Aurora Boreal. No podía interferir en los caprichos de la naturaleza, así que solo me quedaba la esperanza de verla en algún otro lugar más adelante. Las pocas horas de luz diurna pasaban rápidamente.
Fue durante la noche, mientras descansaba en mi habitación, que de repente oí un alboroto en todo el complejo. Me vestí rápidamente, nervioso, escuchando el griterío de la gente que corría por los pasillos en todas direcciones. Parecía como si hubiera sonado una alarma de incendio y todos estuvieran saliendo de sus habitaciones apresuradamente. Salí y miré al cielo. Las partículas eléctricas del viento solar chocaban con los campos magnéticos de la Tierra. Era la Aurora Boreal. Me quedé sin palabras, con la boca abierta. Al principio, me resultó un tanto confuso, como una capa de plasma viscosa y pálida que cubría el cielo. Era un fenómeno extraño que se expandía rápidamente, ocupando todo el espacio en el firmamento como un polvo brillante en la oscuridad.
De la calma pasé a la emoción: mi corazón latía rápido y no sabía cómo reaccionar. Observé a la gente que comenzaba a caminar hacia el horizonte, en dirección al lago, y seguí sus pasos. Pronto llegamos a un pequeño descampado y todos se detuvieron. Envuelto en una sensación de emoción, hice lo mismo y me senté a contemplar el cielo. Lo que veía eran haces de luz blanquecinos y grisáceos moviéndose de un horizonte a otro, bailando en la patria celestial. Adoptaban diferentes formas y tamaños, retorciéndose sin seguir un patrón o fórmula matemática. Solo coincidían las partículas del viento solar con un breve momento de mi vida. Era hermoso, luminiscente, el regalo más preciado. En ese momento, todos mis compañeros se reunieron y me pidieron que les tomara una foto. Me levanté hacia el trípode que ya tenían colocado e intenté enfocar correctamente. La tecnología de la cámara me permitía captar las variaciones de color que no podía ver a simple vista. Así pude capturar claramente la intensa tonalidad verde que se aprecia en las fotografías, pero rápidamente volví a sumergirme en mi estado de contemplación. No era lo mismo mirar a través de un objetivo frío que experimentar en tiempo real el universo mental y espiritual. La atmósfera estaba limpia y me tumbé en el suelo, con el cielo estrellado sobre mí, como si pudiera tocar un sinfín de estrellas con mis propias manos. Sin embargo, la luz boreal desapareció rápidamente. Aquella noche dormí como un duendecillo, con la cola de ángel. Era como si hubiera atravesado un bucle temporal, un túnel del tiempo que no quería reconocer pero que estaba presente entre mi soledad y la compañía, en la búsqueda de mi interior. Aquella noche boreal, el cielo me regaló colores y formas imaginarias: siluetas de dragones, serpientes y caballos alados, energías de entidades manifestándose desde otra dimensión. Eran también los susurros y voces de todas las personas que había conocido, que se movían en el cielo sin un orden aparente, pero unidas en mi propio universo cósmico. Para los samis las llamadas luces del norte eran los espíritus de los seres queridos ya fallecidos. Por eso, durante el desfile se mantenían en calma sin perturbar la paz de quienes se habían ido. Sabiendo que la aurora boreal había llegado a visitarme durante un breve instante y con la presencia latente de mi abuelo regresé a la caseta del tren y subí en dirección a la ciudad de Narvik, en Noruega.