Aburrido de escuchar peleas y confrontaciones entre políticos y barones electorales colombianos, me dediqué a un ejercicio más ingenuo —y acaso más sensato—: pedirles a amigos y transeúntes remembranzas de la niñez. Les pedí algo simple: recordar la disposición con que antes se armaba el árbol navideño. Había fe, paciencia, un ritual doméstico sin hashtags ni trincheras. Era el instante en que el país dejaba de morderse la lengua para sonreírle a diciembre. Hoy, en cambio, se arma más rápido una pelea política que una iluminación navideña.
En esos sondeos callejeros, los niños-niños —los de verdad— dijeron que siguen escribiendo cartas al Niño Dios. Un rito que en Colombia se hace antes del 24 de diciembre para pedir deseos, agradecer logros y reforzar valores y alborotar la alegría. Una tradición debilitada, sí, pero todavía encendida: una espiritualidad chiquita que, aunque tambalea, no se extingue.
Claro que los tiempos cambian. Este cierre de año no lo dominan las novenas, sino la neblina espesa de una confrontación electoral que ya no respeta calendarios ni Advientos. Los jefes de los partidos políticos no cantan tutainas ni villancicos, pero avivan la confrontación. Militantes de todos los colores reparten pasión, redes y mentiras con la ansiedad del que va a la guerra. La Navidad dejó de ser tregua. Ahora es calentamiento.
En esa escena aparece el actual presidente de Colombia, Gustavo Petro, jugando de local, con el sol en la espalda del final de su mandato. Pese a sus innumerables salidas en falso —aprovechadas con fruición por una oposición que respira más sed de revancha que de control institucional— el mandatario hace lo que puede. Otra cosa es que no pueda más o que no sepa más.
A ocho meses del atardecer presidencial, Petro sigue dedicado a la confrontación mediática. Debiera ocuparse de solucionar problemas y ejecutar su Plan de Desarrollo, pero parece optar por una omisión voluntaria: sus colaboradores se muerden entre sí, mientras él se entrega a su juego preferido: influenciar en redes más que gobernar en serio. Habla de todo, para todo, contra todo, pero sin señales sólidas de gobernabilidad ni gobernanza. El silencio administrativo se instaló en la Casa de Nariño, que luce incendiada por tanto fuego amigo cruzado.
Las peleas se volvieron su gabinete: con el Consejo de Estado, con la Corte Constitucional, con la Corte Suprema de Justicia, con el sistema judicial, con el sector salud, con los bancos, con los empresarios, con las universidades, con el sector petrolero, con mineros, industriales, exportadores e importadores… con cualquiera que no se arrodille. Petro ha ganado todas las discusiones —porque nadie pelea con más brío—, pero ha perdido un pequeño detalle aristotélico: gobernar no es convertir al Estado en un ring de boxeo.
Volví entonces a lo básico: ¿qué le escribiría uno al Niño Dios? Justo pasaba por el parque un abuelo con su nieto y les pregunté: ¿si escribieran qué le pedirían al niño Dios en la carta de Navidad? El joven de 18 años contestó con desgano: —Que llegue pronto agosto para que termine el cuatrienio Petro. El abuelo, con una sorna que solo dan los almanaques, se apresuró y replicó: —Que 2026 no traiga enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio ni julio. Que comience en agosto, para que se vaya el presidente. Cuanto antes, mejor.
Y si no se puede… que al menos 2026 sea el inicio de un país raro y confundido donde los niños piden un mundo distinto y los adultos esperan un calendario que inicie en agosto, el mes en que se produce la nueva posesión presidencial. Entonces, quizá llegue un gobierno que escuche antes de tuitear, que resuelva antes de culpar y que entienda que gobernar no es pelear todos los días. Comentarios a jorsanvar@yahoo.com