Poéticas de la inteligencia

Identidad, lenguaje y desdoblamiento en Don Quijote de la Mancha

La pregunta por la identidad atraviesa de forma decisiva la modernidad literaria y filosófica. En Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes no solamente inaugura la novela moderna, él propone una reflexión radical sobre la construcción del yo, su dependencia del lenguaje y su carácter esencialmente inestable. La identidad ya no aparece como una configuración narrativa, verbal y simbólica, siempre susceptible de transformación.

La célebre afirmación de Ludwig Wittgenstein —“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente”— ofrece una clave de lectura fundamental para comprender el universo quijotesco. En Cervantes, el lenguaje es la condición misma de posibilidad de la identidad. Don Quijote es, ante todo, una criatura verbal: existe en la medida en que se nombra, se relata y se reconoce en un entramado discursivo heredado de los libros de caballerías.

El desdoblamiento inicial entre Alonso Quijano y Don Quijote no es una patología individual, sino un gesto profundamente moderno. Alonso Quijano, hidalgo pobre y sin atributos heroicos, advierte la insuficiencia de su identidad social y decide inventarse otra mediante la palabra. Así, al nombrarse caballero andante, no simula ser otro: deviene otro. La identidad no precede al lenguaje; se produce en él. Cervantes anticipa así una intuición central de la filosofía contemporánea: el yo es una construcción simbólica, no una sustancia.

Desde esta perspectiva, la identidad quijotesca puede leerse a la luz del principio de identidad formulado por Leibniz y desarrollado por Bertrand Russell: dos entidades son idénticas si comparten todas sus propiedades. Sin embargo, Cervantes subvierte esta lógica. Alonso Quijano y Don Quijote comparten cuerpo, memoria y biografía, pero no comparten las mismas propiedades simbólicas ni lingüísticas. Son idénticos en términos empíricos, pero indiscernibles en términos narrativos. El interés cervantino no reside en determinar si son “el mismo”, sino en mostrar cómo la identidad depende del marco conceptual desde el cual se la piensa.

Russell señaló que el verdadero problema filosófico no es decidir si un principio es verdadero o falso, sino comprender qué se quiere decir con él. Cervantes parece operar de modo análogo: no responde qué es la identidad, sino que la dramatiza. En Don Quijote, la identidad es útil, funcional, necesaria para actuar en el mundo. Don Quijote es caballero porque actúa como tal, porque habla como tal y porque interpreta la realidad desde ese lugar. La identidad se define por su uso, no por su correspondencia con una esencia previa.

En este punto, la novela cervantina se adelanta a una concepción moderna del sujeto: fragmentado, narrativo, dependiente del lenguaje. La identidad es algo que se construye y se negocia constantemente. Cuando la sociedad rechaza a Don Quijote, no lo hace porque esté equivocado, sino porque pone en crisis los criterios compartidos de realidad e identidad.

Así, Cervantes funda una ética literaria de la identidad: ser es decirse, nombrarse, imaginarse. El Quijote no es solo una parodia de los libros de caballerías, sino una exploración profunda del modo en que el lenguaje configura la conciencia y el yo. En ese sentido, la novela anticipa tanto la filosofía del lenguaje como la noción contemporánea de identidad narrativa.

En Don Quijote de la Mancha, la identidad no se pierde: se reinventa. Y en esa reinvención, Cervantes nos lega una de las intuiciones más duraderas de la literatura moderna: que el ser humano no es idéntico a sí mismo de una vez y para siempre, sino que se construye —y se arriesga— en el territorio siempre inestable de la palabra.