Si uno examina las últimas encuestas publicadas en Alemania, Francia, el Reino Unido, Austria, Polonia, Hungría e incluso España, en todas ellas se puede observar la misma tendencia electoral: la extrema derecha avanza de forma imparable y la izquierda europea muestra una trayectoria claramente decreciente, caminando hacia la irrelevancia. Los viejos partidos socialistas y socialdemócratas, que dominaron la escena europea durante décadas junto a las formaciones de la derecha tradicional y los democristianos, se han convertido en auténticos cascarones vacíos, carentes de ideas y de propuestas que atiendan a los intereses de la ciudadanía, absolutamente alejados de la realidad y anclados en una suerte de progresismo vacuo, repleto de lugares comunes e ideas absurdas.
Una vez perdido el polo a tierra y alejados de la inmensa mayoría de la ciudadanía, los partidos de izquierda —socialdemócratas y los situados en la extrema izquierda— se han atrincherado en un discurso manido, centrado en cuestiones irrelevantes y alejadas de los verdaderos problemas de la sociedad, obsesionados además con una serie de consignas que ya no movilizan al electorado, como el feminismo radical y desorbitado, la paranoia LGTB o el cada vez más cuestionado “cambio climático”.
Ruy Teixeira, uno de los comentaristas políticos norteamericanos más conspicuos y avezados, sostiene desde hace tiempo que el proyecto progresista ha naufragado porque se ha mostrado incapaz de mantener mayorías electorales, frenar el populismo de derechas, retener a la clase trabajadora y promover simultáneamente el crecimiento económico y el orden social. A ello se suma que muchos de sus mensajes, cada vez más confusos y radicalizados en numerosos aspectos, generan desconfianza en amplios sectores de la sociedad y no son bien comprendidos. Un ejemplo claro es el reto migratorio, cuya única respuesta por parte de la izquierda parece ser una retórica solidaria del todo vale y la apertura de fronteras sin ningún control, algo que ya no comparte la mayoría de la ciudadanía, que espera soluciones a un problema creciente y claramente desbordado.
Atizar el miedo, un recurso fácil que ya no funciona
Atizar el miedo frente a la extrema derecha se ha convertido en un recurso demasiado fácil, simplista e incluso insultante para una parte del electorado que empieza a preferir a esas formaciones, demonizadas por la izquierda pero que, al menos, han puesto el foco en problemas reales. No se trata de afirmar que vayan a solucionarlos —esa es otra discusión—, sino de reconocer que, al menos, hablan de ellos. Ya nadie se asusta con el viejo cuento de que “viene la derecha fascista”, porque, a fuerza de repetir ese mensaje, se ha vaciado de contenido la propia palabra “fascista”, o su versión coloquial, “facha”, que han perdido su antiguo significado e incluso su sentido descalificador. Paradójicamente, a casi nadie le importa que le llamen así, tal como exhibe con orgullo la diputada más brillante de la derecha española, Cayetana Álvarez de Toledo: “Si hoy no te llaman facha, no eres nadie”.
Mientras que los partidos comunistas, tras la caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética, lo tuvieron realmente difícil en la década de los noventa —y la mayoría de ellos desaparecieron en Europa del Este o se convirtieron en fuerzas residuales en el resto del continente, con la excepción de Grecia—, los partidos socialistas y socialdemócratas, ya dueños casi absolutos de la hegemonía de la izquierda, no supieron dar respuestas a los numerosos desafíos que atravesaban las sociedades del postcomunismo ni a los cambios radicales que se producían en un mundo globalizado, en permanente transformación y ebullición.
No obstante, más allá de esas rémoras que los persiguen desde hace años, como a un enfermo achacoso y agotado, otro de los factores que los está consumiendo de manera lenta pero irreversible es su escasa capacidad de autocrítica y de evaluación interna. Carecen de un balance riguroso de costes y errores que les permita tomar mejores decisiones estratégicas en medio de una marea que amenaza con hacerlos zozobrar sin remedio. Mientras la extrema derecha capta el voto joven —entre los 18 y los 45 años— en casi todos los países europeos, dibujando un electorado claramente escorado hacia la derecha y representativo del futuro a medio y largo plazo, la izquierda sigue atrapada en su desfase retórico, desconectada de la realidad y mostrando una alarmante falta de empatía con la mayoría de los ciudadanos.
Sumidos en una larga agonía, quizá sin ser plenamente conscientes de ello, y como dinosaurios que se resisten a morir en el periodo Cretácico, los progresistas —y la izquierda europea en su conjunto— sólo podrán aspirar a una eventual resurrección política cuando sus líderes sean capaces de llevar a cabo una autocrítica sincera y una evaluación realista de los daños. Sin ambas cosas, atrapados en la inercia autodestructiva en la que se encuentran, únicamente les aguarda una pronta extinción política. Entonces, no nos quedará más que entonar un mediocre réquiem mientras doblan las campanas, sin que nadie se pregunte ya por quién lo hacen.