Suelo ver con frecuencia el programa televisivo de Antena 3 en el que los concursantes hacen girar a una enorme ruleta donde hay posibilidades de ganar pero también riesgos de perder. Antes de dar paso a los participantes del programa, el veterano y simpático presentador les pregunta los motivos de haberse apuntado a participar en el concurso. Y quedé asombrado al comprobar que buena parte de las respuestas obedecen, en el caso de los más jóvenes, que son sus abuelos los que los han animado a presentarse. Y les saludan con cariño. Esa muestra de unión familiar me permite meditar sobre el papel fundamental que los abuelos representan en la vida de las familias, más si cabe cuando hay momentos de dificultad económica, como ha ocurrido recientemente.
Creo que los abuelos han sido, y lo siguen siendo, decisivos en la evolución de las familias. Son verdaderos héroes a la hora de hacer frente a momentos de dificultad económica. Están siempre dispuestos a volcarse en sus hijos y nietos, a ayudarles con sus pequeños ahorros, a renunciar a su tiempo libre para desempeñar un papel de cuidado y atención a los pequeños, acompañarles al ir y volver del colegio mientras los padres trabajan. Y en muchas ocasiones su cariño les hace ser más permisivos y condescendientes, con sus travesuras, quizá porque saben que el tiempo para estar con ellos es limitado, y tiene fecha de caducidad. Recuerdo a un amigo mío, gran persona, que llevaba a su nieto al colegio y al recogerle le dejaba que fuera con sus amigos y se limitaba a seguirle a una prudente distancia, en una función de vigilancia protectora presidida por la discreción.
Los niños y niñas no suelen ser conscientes del privilegio que supone contar con sus abuelos. En mi generación, la de la posguerra, cuando la esperanza de vida era mucho más reducida que en la actualidad, era difícil que los niños llegaran a conocer a sus cuatro abuelos. En mi caso solo pude conocer y convivir con mi abuela paterna, Julia de Lara y Valverde, porque su marido, Sinesio Delgado, había fallecido en enero de 1928. Era una mujer excepcional, que sobrevivió a mi padre un par de años. Vivió en el hotelito que había construido su madre, Balbina Valverde, junto con mis padres y hermanos, sus hijas y mi prima. La recuerdo con su bastón, su gargantilla y su gran peineta, que sujetaba su cabello, blanco como la nieve. Antes de morir, se incorporó en la cama e hizo desfilar a hijos y nieto, para despedirse de ellos agitando su mano.
Entonces los abuelos morían en su casa, en familia, y las madres daban a luz también en la casa. Las residencias de mayores eran algo inusual. En la actualidad resultan insuficientes, y hay listas de espera. Son varios los factores que han influido en la proliferación de residencias, entre otros el tamaño de los pisos actuales. Pero creo que el más importante se debe a la incorporación de la mujer a la vida laboral. Antes las hijas vivían y convivían con sus padres, hasta el final. Ahora se necesitan cuidadoras, que no todo el mundo se puede permitir.
Quizá no hemos meditado lo suficiente sobre el papel que los abuelos realizan en la vida familiar. Son los guardianes de la memoria histórica de los antepasados. Y la transmiten a sus descendientes . Así ha ocurrido generación tras generación Pero ahora, nos falta tiempo para recordar, en un mundo presidido por la prisa. Decía Marañón que la rapidez, que es una virtud, engendra un vicio, que es la prisa. Es una exigencia de la vida actual. Todavía la tradición oral del recuerdo a los antepasados se conserva en los pueblos. Pero cada vez hay menos pueblos, y más despoblados Y en las grandes ciudades no hay tiempo para conversar, para recordar. Hay tantas prisas por vivir, que no nos damos cuenta de que hemos de morir. Se ha avanzado mucho en muchas cosas, pero apenas si queda tiempo para hablar del pasado. Cada vez hay menos tiempo para disfrutar de las historias familiares, para disfrutar del privilegio que representa escuchar la voz de los abuelos.