Hice mis maletas y me despedí de mi familia en Chile, no por un capricho. Dejé un estilo de vida y cierta estabilidad en Viña del Mar, no porque se me antojara de un momento a otro. Si crucé el Atlántico, en un vuelo de más de dieciséis horas, fue por amor. No hablo de un amor romántico, sino más bien de un amor por conveniencia.
Siempre hubo coqueteo, caricias y tiempo de calidad entre nosotros. Desde el 2018, cuando el mundo era otro y yo aterrizaba para estudiar un MBA en Fashion Business, jamás imaginé que encontraría el amor en esta ciudad que, hace seis años atrás, no era una opción para los chilenos. Incluso, cuando el mundo se paralizó por la COVID, por amor viajé hasta Madrid para hacer cursos de cocina molecular; y donde aprendí a cocinar steak tartar para un restaurante que, hasta ahora, no termino de abrir. Estuve en Madrid cuando se terminó el toque de queda y también cuando nos quitaron la mascarilla en la calle. Otros tiempos. Otra ciudad. Ahora, escucho a otros chilenos en las calles y veo a mis conocidos con la agenda copada de visitantes extranjeros. No se alcanza a ir uno cuando está llegando el siguiente. Algo tiene Madrid que gusta. Yo sé qué es.
Veo los cambios. Veo las oportunidades. Veo la posibilidad de forjar una relación estable y duradera con estas calles, rodeado de diversas gentes. Veo variedad y alternativas para generar calidad de vida. Y no todo es beber un cappuccino entre las nubes, ¿no? El amor es sufrido, dijo Salomón.
Si vivo en este punto del cielo, es por amor. Por amor a Madrid.