Revolución individual

¿Para qué sirven las universidades?

Una crisis en la educación

El 14 de julio, la Corte Suprema de los Estados Unidos autorizó al Departamento de Educación a implementar despidos masivos, una decisión celebrada por algunos como una reforma necesaria, pero criticada por otros como un síntoma de un sistema educativo en decadencia. Esta medida pone de manifiesto una crisis profunda: un modelo académico obsoleto que se ha alejado de su propósito original, incapaz de satisfacer las necesidades más profundas de los individuos y de la sociedad.

En este contexto, surge una pregunta esencial: ¿para qué sirven las universidades? En una reciente conferencia dedicada a explorar esta cuestión vital, central para cada misión académica y tal vez para el futuro de nuestra civilización, compartí mis reflexiones. Escritores, filósofos, educadores, políticos y rectores universitarios estuvieron presentes, subrayando la importancia de la pregunta. Mi conclusión fue clara: la universidad debería hacer lo único que no hace: enseñar a los jóvenes el arte del autoconocimiento, de la autoexploración, para que se conviertan en verdaderos maestros de sus propias vidas. Nada en la educación tiene mayor valor que esto.

Estamos tan acostumbrados a hablar de las universidades, a enviar a nuestros hijos allí, a trabajar, estudiar o enseñar entre sus paredes, que a menudo damos por sentado su propósito. Sin embargo, la acusación hacia el sistema universitario —y hacia la estructura más amplia de la educación superior occidental— es grave.

La decadencia de la educación superior

Según los resultados de la conferencia organizada por The Times, las universidades toman el valioso potencial vivo de las mentes jóvenes y transforman a los estudiantes en “rellenadores de empleos”, personas que simplemente ocupan un rol, individuos con una mentalidad de empleados preocupados únicamente por encontrar un trabajo y sobrevivir.

Esta acusación no es nueva. En nuestro país, las advertencias no han faltado. Confindustria, en su último informe de fin de año, describió a la universidad como “en destrucción”. Durante la última década, a través de múltiples cartas abiertas a los ministros, hemos denunciado el deplorable estado en que se ha reducido la educación universitaria italiana: provinciana y excesivamente teórica, con campus convertidos en gimnasios mentales o fábricas de exámenes francamente sórdidas.

El ideal perdido de la Academia

Las universidades, nacidas para ser fraguas de seres humanos integrales, escuelas para individuos, condiciones de supervivencia para toda civilización, se han reducido a escuelas de dependencia, fábricas que producen una especie de empleados temerosos e impreparados. Impreparados no solo porque desconocen lo que sucede en el mundo, sino, sobre todo, porque no saben quiénes son realmente.

Si Italia está llorando, Estados Unidos está de rodillas en lo que respecta a la educación superior. Hace algunos años, desde Boston, al otro lado del Atlántico, se enviaron señales de alarma en una investigación gubernamental sobre la calidad de la enseñanza en la Universidad de Harvard. Su conclusión fue tan contundente como sombría:

“Confiábamos nuestros jóvenes a Harvard y nos devolvían hombres con corazones de piedra”.

La amarga conclusión es que, a pesar de todo el progreso científico y material, estamos muy lejos del maravilloso proyecto de la Academia y del “Sueño de Platón”.

Ese modelo escolar original —esas instituciones que siglos después serían conocidas como universidades— eran escuelas de pensamiento, nacidas alrededor de un Maestro, en estrecha cercanía con sus discípulos, en lugares encantadores elegidos por la magia de su historia, cerca de fuentes o ríos. El agua, además de ser un símbolo de vida y conciencia, se usaba para la purificación. En esas escuelas, la cultura del cuerpo y del espíritu eran dos perfiles de la misma realidad: indivisible.

Pero una vez cortadas las raíces con el modelo griego ideal, los valores que inspiraron su nacimiento se secaron, y la universidad se convirtió en su opuesto sin siquiera cambiar de nombre. Los campus modernos, reducidos a instituciones sin alma, se parecen a las verdaderas universidades tanto como la Inquisición se parece al cristianismo primitivo. Estudiantes y familias aceptan todo esto con una desesperación tranquila.

Una visión para una nueva educación

Aunque los educadores y pensadores visionarios han tenido el coraje de proclamar que “el arte del autodescubrimiento” debería ser la piedra angular de la educación del futuro, es inútil buscar en los documentos oficiales la respuesta a una pregunta fundamental:

¿Cómo? ¿Cómo podrían las universidades actuales transformarse en escuelas socráticas? ¿Qué dedo divino inscribirá en los oídos de los campus modernos el eterno lema délfico: Conócete a ti mismo? ¿Con qué programas, métodos o profesores?

En el ocaso del panorama académico occidental, solo queda una luz capaz de guiar al viajero solitario que, como Diógenes, busca al individuo auténtico: una universidad con alma, donde la educación del ser humano esté en el centro de toda actividad y el autoconocimiento sea la máxima prioridad.

He soñado con una escuela que enseñe que la felicidad es economía, que el Sueño es lo más real que existe, y que solo un hombre capaz de soñar puede crear riqueza. Una escuela donde una nueva generación de líderes pueda aprender que la economía es el arte de soñar. Es hora de que una nueva educación aparezca en cada escuela y universidad, ofreciendo al mundo una nueva guía sobre economía y poder financiero.