Candela

Sociedad partida

Que vivimos tiempos convulsos es sabido por todo el mundo, que los cambios se vienen sucediendo de manera precipitada y apenas da tiempo a digerirlos, pues lo mismo, y que entre las nuevas tecnologías, los nuevos gobernantes, los viejos —que de golpe se han hecho más viejos aún y andan como despistados—, más las cosas que escuchamos provenientes del continente americano —da igual el norte, el sur o el centro—, pues lo cierto y real es que el personal está bastante desnortado y con un escepticismo tal, que cuesta creer cualquier cosa que escuchen,  le digan o lean. Ni la prensa, ni los políticos, ni los curas. Luego, si ahí hemos llegado y ni la palabra de las otrora venerables gentes de la iglesia merecen crédito, sí que la cosa va en serio.

Pues amigos, sin enterarnos apenas y de manera abrupta e inopinada, nos hemos sumido en lo que podríamos llamar crisis de pensamiento, de valores y de credo. Vamos, lo que un ilustrado de la «complu» denominaría, con académicas palabras, «existencial», ¡y a qué nivel!

Porque miren, antes, el político de turno decía cosas coherentes, creíbles, o, en todo caso, no muy alejadas de una cierta lógica. Con lo que aquello que se escuchaba, te gustara más o menos, no es que fuera siempre a misa, pero al menos merecía un cierto crédito o respeto. Pero la cosa es que hoy, tras los desmanes y barbaridades que en general se están sucediendo en cualquier parte del planeta, y a los que los españoles hemos llegado muy «castigados en varas», tras los despropósitos de siete años de la mano de Sanchez y su valedor Poromponpero en el Constitucional, pues al final, el ciudadano de a pie se parece, —permítanme que les diga, aunque suene crudo y desmotivador— a una copia fiel de los cabestros de Florito. Sí, hombre, el mayoral de la plaza de toros de las Ventas; ese que, con sabiduría y tiento maneja, vara en mano, a los cabestros para llevarlos y moverlos a voluntad. Aunque, en el presente caso, bajo las riendas certeras de este necesario personaje de la fiesta taurina madrileña y española; porque, amigos, bien puede decirse que, a diferencia de otras regiones, comunidades o…, ya ni sé ni cómo llamarlas, el Madrid de Ayuso, aún, —y ójala por muchos años—, continúa siendo España. ¡Y no será porque no intenten derribar ese fortín!

Pero el problema se agrava porque la cosa esa del, vamos a llamarlo, «despiste o crisis existencial», tiene ribetes de mezclarse con una clara deriva generacional. Y no se basa solo en que la actual casta política se ha divorciado total y absolutamente de los valores que inspiraron a los que les precedieron en los cargos. No es solo eso.

Para enredar y complicar la cosa aún más —y en una nueva vuelta de tuerca— hay, ahora mismo, por lo pronto y aparte de asuntos políticos de tan grueso calado como guerras bélicas, híbridas, comerciales y subterráneas, toda una generación de ciudadanos —o dos, posiblemente— que ante el tornado que nos ha llegado en forma de «cosa informática» y un último invento, la «inteligencia artificial», han sucumbido, hincando sus banderas y asumido que están en fuera de juego.

Ante semejante aluvión de cosas imposibles de comprender y menos aún de practicar, no les ha quedado más remedio que resignarse —cabizbajos y entregados al designio de los tiempos—, a reconocer que ahí no llegan. Y saben que no hallarán la manera de familiarizarse con semejantes artilugios que, a decir verdad, tienen más, de cosas del diablo, que de lo que siempre fue el normal desarrollo humano.

¿No se han dado cuenta que todas esas operaciones que cualquier jóven —incluso tiernos infantes que no llegan ni a cinco años de edad— realiza sin ninguna dificultad desde su tablet o teléfono móvil, al adulto-mayor le resulta de todo punto imposible?

Fíjense, amigos —simplemente y para no meternos en otros vericuetos—, en la forma en que un jóven sujeta el teléfono; verán que no tiene nada que ver a cómo lo hace un currante de la construcción, el del kiosko, el pensionista… o, usted mismo, seamos sinceros. En definitiva, gentes de, vamos a decir suavemente, «con una edad». Y ya no les digo nada sobre la manera en que los chavales mueven los dedos —por cierto, sin mirar al teclado— a cómo lo hacen —a mamporros casi siempre— estos últimos que ya dijimos «tenían una edad». Venerable, con seguridad, pero sí, una edad.

Luego, por lo pronto, habría que reconocer que nuestra sociedad está quebrada. Y ya no solo la clásica división —tan española y más en estos tiempos— entre derechas e izquierdas. ¡NO, no, amigos! mucho más crudo y real. Hoy, en esta sociedad que nos ha tocado vivir, o en mi pueblo al menos, están, de una  parte, los que manejan la informática con cierta solvencia y, de otra, los que solo saben descolgar el teléfono, recibir y mandar alguna foto y, fundamentalmente, usar el whatsapp —por cierto, con múltiples errores a la hora de los envíos, cosa peligrosa y que más de un disgusto y conflicto familiar ha provocado—. Porque es justamente el tal «whatsapp» el nivel máximo de conocimiento informático al que hoy han llegado aquellos que fueron jóvenes en los 80, vivieron excesos, conocieron, y hasta fueron partícipes activos en la movida madrileña.

Y es que, ya ve usted, como dijo don Hilarión, hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad.

Pero calma, amigos, a pesar de todo, siempre nos quedarán aquellos hermosos recuerdos, Madrid y Florito.