Es un clamor popular ¡No podía ser de otra manera!
España ha pasado en un lapso de seis días del dolor inmenso por los trágicos sucesos que provocó la maldita dana en muchas localidades de la Comunidad Valenciana a, primero, el enfado y, después, a la indignación.
Empiezan a aparecer informes, comentarios de lugareños y documentación de geólogos y expertos donde se explica que las zonas donde han ocurrido los siniestros son, desde tiempos inmemoriales áreas susceptibles de inundación, que es justo lo que ahora ha ocurrido y lo que, si no media solución, volverá a suceder en un futuro más o menos mediato.
El dolor es inmenso; los muertos se incrementan a diario y se cuentan ya no por decenas sino por centenares; las familias están destrozadas; los negocios, arruinados; los núcleos urbanos, prácticamente desaparecidos.
Y ante esto ya ocurrido —y que, reitero, debería haber sido previsto con antelación por quienes cobran de gestionar las cosas públicas—, ¿qué puede hacerse?
Pues no queda otra que socorrer con todos los medios del Estado y tantas administraciones existentes a los hombres y mujeres que lo están sufriendo, muchos de los cuales lo han perdido todo. Absolutamente todo.
Y no valen palabras huecas de políticos truchos como «no vamos a dejaros solos», «sois nuestra prioridad», «nadie se quedará atrás» o «estamos a vuestro lado», para luego volver a sus despachos, ver el asunto como un incordio y burocratizar todo el complejo proceso que supondrán las ayudas, los seguros y las compensaciones. Porque el dolor y el sufrimiento no se puede burocratizar. Y eso es lo que allí hay, dolor, muchísimo dolor y, además, viendo lo que ven, desesperación.
Pero España, esta gran nación —aunque a veces vote tan mal— que tiene escritas a lo largo de su historia tantas gestas gloriosas, también ahora ha reaccionado con amor, entrega, sacrificio y solidaridad.
Y vemos a diario gente de todos los rincones poniendo su grano de arena, viajando con alimentos a las zonas del desastre, con escobas para barrer y limpiar el lodo de las calles, organizando comedores colectivos, fletando camiones con insumos, ofreciendo lo que tienen y hasta lo que no tienen. ¡Ejemplar y maravillosa muestra de empatía, esfuerzo y solidaridad!
¿Y los políticos?
«Los diputados no estamos para achicar agua», dijo la portavoz de un partido que gobierna. O «los diputados no hacemos labores de rescate», Rufián dixit, cuando ya los ahogados se contaban por decenas. Y no mintieron: ni achicaron agua ni rescataron a nadie.
Tan contundentes ejemplos de ignominia y desafectación retratan a las claras el grado de humanidad y respeto que el pueblo merece a estas personas que nos gobiernan.
Hasta un bombero francés, desplazado al llamamiento de la solidaridad, mostró públicamente su asombro y estupefacción cuando tomó conciencia de que, a su llegada desde el país vecino y por sus propios medios, lo había hecho antes que las administraciones españolas.
Es ahí, en ese monumental desbarajuste, en ese caos y en la desastrosa organización de los políticos para dar soluciones inmediatas a las necesidades de los vivos, cuando lógicamente surge la desesperación.
Y como el gobierno no lo hacía, lo hizo el Estado —ojo, son conceptos diferentes—. Y emergió, como en alguna otra ocasión que fue necesario, la figura egregia del rey, el Jefe del Estado. Un rey y una reina que se pusieron las botas de agua para meterse en el barro y dar la cara ante su pueblo.
Como era previsible se hizo patente en la visita a Paiporta el enfado de la gente. Pero un enfado con matices, pues estuvo enfocado fundamentalmente no en quien reina, sino en quien gobierna, Pedro Sánchez, que allí, medio agazapado —sabido es que no puede salir a la calle porque las pitadas, caceroladas y abucheos son notorios— trataba de pasar el trago. Pero, fruto de la indignación y desesperación colectiva, algunos manifestantes procedieron a insultar, increpar y lanzar puñados de barro y hasta el palo de una escoba a la comitiva oficial.
Ante tan contundente y peligrosísimo elemento arrojadizo, Sánchez, valiente donde los haya, huyó con sus escoltas, totalmente desencajado y evidenciando una palidez extrema, desentendiendose del acto, de los ciudadanos y de la suerte que pudieran correr los monarcas y el presidente de la autonomía, Mazón, quien sí permaneció al lado de sus Reyes.
Como es marca de la casa, Felipe y Leticia no solo templaron los ánimos de los agitados, sino que, incluso llorando con ellos y abrazados a su dolor, se fundieron solidariamente en un llanto, el llanto de un pueblo, estableciendo una línea de empatía y entendimiento absoluta. Al punto que el rey anunció allí mismo un pronto regreso a visitarlos.
¿Y Sánchez...?
Pues ese héroe de Paiporta huyó. Sí, como lo oyen, salió de estampida, rodeado de sus escoltas y refugiándose a la espera de recobrar el color que había perdido, que no el honor.
Pero, claro, como tan indigno y cobarde actuar es duro de asumir en cuanto te das cuenta del ridículo e indignidad, pues de inmediato él y su quipo de opinión sincronizada monclovita han comenzado a echar balones fuera e inculpar, incluso, a la Casa Real «por una visita que nunca debía haberse realizado». Y presenciamos cómo esas terminales mediáticas en prensa, radio y televisión —afín y bien subvencionada— están cargando, al unísono y con idéntico guion, contra la figura del monarca por no huir ni esconderse de su pueblo, como tan vergonzosamente hizo ese titán de la Moncloa.
Amigos, tras esto no pueden quedar dudas sobre el personaje Sánchez.
Hasta ayer, rey de la mentira. Hoy, un cobarde consumado. Desde mañana, un miserable que huye del peligro abandonando a compañeros entre los que había, además, una mujer.
P. D.: No me gusta lo que veo. Y no es por asustar, pero la deriva que esto toma me hace recordar pasajes vividos en Venezuela, donde si la situación se volvía complicada Hugo Chávez se inventaba intentos de magnicidio para apretar y cerrar filas.
¿Exagerado? Bueno, yo ahí lo dejo.