Un gallego en la galaxia

La realidad y la imagen

La imagen juega un papel cada vez más importante en nuestra concepción del mundo y de nosotros mismos. Tal vez siempre haya sido así. Tal vez la imaginación, la capacidad de abstraer imágenes se encuentre en el origen de la conciencia humana. Las pinturas rupestres de Altamira parecerían demostrar la extraordinaria potencia simbólica y estética de ese despertar. Puede que en aquella época prehistórica tales representaciones fuesen una forma de canalizar los miedos y peligros de la caza o de anticipar y celebrar el triunfo de aquellos aborígenes esquemáticos sobre el brío imponente del bisonte en la lucha primordial por la supervivencia. La imagen, como sabemos, no es la cosa, pero en el pensamiento mágico, al igual que en las alucinaciones de la desesperación y del deseo, la imagen se funde inextricablemente con su objeto, creando un simulacro perfecto que desencadena todas las reacciones inherentes a su presunta realidad. Esta simulación ha sido una herramienta indispensable para el dominio sobre la naturaleza, pues encapsula y ritualiza un saber experiencial que dinamiza y facilita la eficacia pragmática, pero también constituye un peligro, ya que su contenido emocional puede conducir fácilmente a la equivocación. Y, por lo que vemos actualmente en el teatro del mundo, la relación entre imagen y realidad no parece haber evolucionado gran cosa desde el Paleolítico. Si algún progreso ha habido, éste ha sido en la dirección de afianzar el poder de la imagen para ingeniar su propia realidad, y no tanto en el sentido de la creación como el del autoengaño. 

Nuestra propia imagen, o sea la idea que tenemos de nosotros mismos, tanto individual como colectiva, es una condensación de tiempo. Estamos hablando de las imágenes psicológicas, las cuales son reflejos estancados en el azogue de la memoria. Las representaciones mentales no sólo condensan los hechos objetivamente, sino que contienen la noción de una entidad que es a la vez agente y recipiente de los acontecimientos. La imagen no es sólo lo observado sino lo que observa y que como tal tergiversa la experiencia. No se trata de un destello pasajero en el espejo sino del sedimento de nuestro condicionamiento sociocultural y sus configuraciones históricas. Estas imágenes étnicas, nacionales, religiosas, ideológicas y personales constituyen el ámbito de nuestra salvación y pertenencia. No son meros archivos cognitivos sino la concreción de lo que somos. Impelidos por nuestra necesidad primordial de seguridad, no nos damos cuenta de que esas identidades delimitan una frontera en la que se despliega la lucha interminable entre el yo y el otro. Abren además una brecha insalvable entre el ayer crepuscular que nos informa y el presente vital al que nos ciega, desterrando el amor, la paz y la belleza.  

Las imágenes insoportables del genocidio que Israel lleva más de año y medio perpetrando en Gaza son la evidencia más clara de la naturaleza mortífera de esta psicopatología. Esas identidades encontradas llevan siglos batallando por el dominio del mismo arenal y lo único que han conseguido es reducir la prisión más grande del mundo a escombros empleando el armamento más avanzado y letal contra una población indefensa porque los asesinos uniformados cuentan con el apoyo incondicional del imperio, ante cuya soberanía la ley internacional o bien es impotente o se acobarda. Y todo porque la identidad lo exige, porque el pasado insiste en su supervivencia y es incapaz de ver a sus semejantes detrás de la etiqueta. Los que se identifican con la memoria viven en el pasado, que es estar muerto en vida, por lo que sólo pueden ejercer su necrofilia multiplicando cadáveres. Por mucho que se escuden en su epopeya bíblica y en la ordenación divina de sus campañas genocidas, estos matadores muertos desprenden un olor nauseabundo que delata su podredumbre interior. La contradicción más absoluta corrompe los cimientos imaginarios de su identidad y su ruina es el precio ineludible de sus crímenes contra la humanidad. Los escombros y genocidio de Gaza son el certificado de defunción de la imagen moral israelí. Sic transit gloria mundi

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