El sanchismo prepara su retirada, pero no sin ruido ni pólvora.
Pedro Sánchez, el hombre que ha simbolizado durante más de una década una forma de hacer política tan personalista como polarizadora, se encuentra hoy contra las cuerdas. Pero no el sanchismo, esa red de intereses, pactos y estructuras paralelas que ha tejido con maestría a lo largo de los años. Esa maquinaria aún respira, se mueve y se protege, mientras su rostro visible empieza a desvanecerse entre escándalos, investigaciones judiciales y la descomposición política de sus apoyos parlamentarios.
Los últimos meses han sido una hemorragia constante de credibilidad para el Gobierno. El caso Koldo, que salpica directamente a uno de los hombres de confianza de Ábalos y por extensión al corazón logístico del PSOE, ha abierto la veda. Pero no ha sido el único. El goteo de investigaciones relacionadas con contrataciones irregulares durante la pandemia, comisiones opacas, tráfico de influencias, el uso partidista de fondos públicos y la sospechosa protección institucional que ofrecen ciertos órganos del Estado como el Tribunal Constitucional o la Fiscalía General, han alimentado un clima de inestabilidad solo comparable al ocaso del felipismo en los 90.
En medio de ese cerco judicial y mediático, Pedro Sánchez parece acorralado. Pero no es un hombre que se retire sin dar pelea. Quien lo haya dado por acabado, desconoce su instinto de supervivencia. Sánchez aún tiene dos cartuchos, dos "tiros", que podría disparar para protegerse y asegurar una transición controlada del poder, tanto político como penal.
El primer disparo sería, paradójicamente, una retirada. No una dimisión total, sino quirúrgica. Sánchez podría anunciar su marcha como presidente del Gobierno, dejando el cargo pero conservando el acta de diputado. ¿Para qué? Muy sencillo: mantener su aforamiento y, por tanto, blindarse ante cualquier intento de procesamiento. Es la fórmula clásica del político profesional: desaparecer de la primera línea, pero seguir protegido bajo la sombra de la ley.
Esta maniobra vendría acompañada, previsiblemente, del ascenso de alguien de su máxima confianza. Se barajan varios nombres: María Jesús Montero, actual vicepresidenta y ministra de Hacienda; Óscar López, jefe de gabinete y cerebro estratégico; o incluso el propio José Luis Rodríguez Zapatero, convertido en una especie de patriarca protector del sanchismo, siempre disponible para apagar fuegos en América Latina y dentro del PSOE. La elección de uno de estos perfiles permitiría garantizar la continuidad del proyecto, evitar fracturas internas y mantener intactas las alianzas con socios clave como ERC, Bildu y Sumar.
No sería la primera vez que Sánchez amagase con marcharse. En abril de 2024 ya ensayó un conato de retirada con su carta a la ciudadanía, en la que planteaba si debía seguir o no como presidente.
Aquel gesto, leído ahora en clave retrospectiva, puede entenderse como un globo sonda. Esta vez, sin embargo, el movimiento podría tener efectos reales y consecuencias definitivas.
Como Napoleón en su primer exilio, Sánchez podría dejar el poder para reorganizar el tablero desde la retaguardia, no sin la esperanza -remota pero real- de volver cuando todo haya pasado.
La segunda bala sería mucho más peligrosa, tanto para España como para su propia biografía política. Consistiría en dejar hacer, en permitir -o incluso alentar- un nuevo proceso soberanista catalán, con réplica inmediata en el País Vasco. No se trataría de una repetición exacta del octubre de 2017, sino de una nueva fórmula, más institucionalizada, más sutil, pero igualmente desestabilizadora: una proclamación de hecho de la República catalana, quizá mediante una reforma exprés del Estatut, acompañada de una ofensiva propagandística y jurídica que fuerce la intervención del Estado.
¿Por qué haría algo así? Porque provocando una crisis de Estado, se puede cambiar el relato. De ser el político acorralado por la corrupción, pasaría a ser el líder de un bando enfrentado a un nuevo “golpe de la derecha judicial” o una ofensiva franquista del “deep state”.
Sería un regreso al guion que tan buenos réditos le dio en 2019 y 2023: el de víctima de los poderes fácticos. Además, en medio del caos, cualquier investigación judicial podría dilatarse o perder relevancia.
En este sentido, no se puede descartar un Companys 2.0: no como acto de valentía suicida, sino como estrategia de distracción programada. La historia se repite, pero esta vez no hay un general Franco que responda con tanques, sino una Europa distraída y una opinión pública dividida.
Cabe recordar que el acuerdo con Junts y ERC en noviembre de 2023, que incluyó una amnistía sin precedentes para los responsables del procés, no fue un acto de generosidad política, sino una jugada desesperada para sostener una investidura imposible. Y ese precio, pagado por todos los españoles, aún no ha terminado de cobrarse.
Si a esto sumamos la presión creciente desde el entorno del PNV y EH Bildu para avanzar en la “nación vasca” y reactivar el “nuevo estatus”, nos encontramos con un escenario volátil. Bastaría una chispa -una sentencia judicial adversa, una detención de un alto cargo, una negativa de Bruselas a cerrar los ojos- para que todo estalle.
En el fondo, el guion no es nuevo. Lo escribió antes Hugo Chávez, y lo perfeccionó Nicolás Maduro: cuando el poder se tambalea, se crea una crisis. Una amenaza exterior, una conjura interna, una revuelta inducida. Se siembra el caos para justificar el control. Y si no se puede gobernar en orden, se gobierna en el desorden.
¿Está Pedro Sánchez dispuesto a incendiar las instituciones para protegerse a sí mismo y a su círculo? Todo apunta a que sí. Al menos, si eso le permite seguir siendo el referente de una causa que ya no tiene ideología ni proyecto, sino pura supervivencia.
Por consiguiente, Pedro Sánchez ya no gobierna. Resiste. Y como todo político que ha hecho del poder su religión, no se irá sin antes asegurarse de que su caída arrastre también los pilares del sistema. El sanchismo puede sobrevivirle. Pero para ello, deberá disparar con precisión quirúrgica esas dos últimas balas: una retirada controlada o una crisis territorial. Ambos caminos implican alto coste institucional, pero también la posibilidad de sobrevivir... aunque sea entre los escombros.
Porque cuando la política se convierte en trinchera, siempre hay alguien dispuesto a incendiar el país antes de entregarlo.