En 2013 se publicó un libro, bajo la coordinación de Raúl Guerra y con la colaboración de Javier Puerto y Juan Esteva con verdadera ambición de exhaustividad, que bajo el título ‘El herbario de Gutenberg’ hizo una compilación de la figura del farmacéutico en la literatura. Su divulgación fue limitada, aunque hay que darle un gran valor tanto literario como histórico. A algunas de sus páginas quiero referirme en este artículo, al que espero sigan otros sobre los medicamentos en la literatura.
Pocas profesiones han gozado de una presencia tan constante, aunque discreta, en la literatura como la del farmacéutico. Siempre al pie del mostrador, rodeado de frascos misteriosos, redomas y almireces; el boticario —como gustaba decirse antes— ha sido un personaje secundario pero imprescindible, tan necesario en la trama como el veneno en el frasco o el remedio en la cucharilla.
La literatura, en su afán de retratar la vida tal como es —o tal como la recordamos— no podía dejar de fijarse en estos profesionales que, como escribiera Benito Pérez Galdós, “vivían entre el olor dulzón de las drogas y el murmullo apagado de los clientes que pedían alivio para males inconfesables”. En Fortunata y Jacinta, Galdós no se detuvo a trazar el perfil de un boticario concreto, pero su Madrid de farmacias con mostradores de caoba y frascos azul cobalto es un escenario vivo que da cobijo a mil historias.
Cervantes ya nos dejó una temprana muestra del farmacéutico en El coloquio de los perros, donde el buen Scipión recuerda cómo un boticario, de más codicia que ciencia, mezclaba ungüentos y potingues “que más bien servían para desfigurar que para curar”. Y es que la ironía ha acompañado siempre al retrato literario del boticario, como acompañan las moscas al jarabe mal tapado. Que se lo digan si no a Molière, que en El enfermo imaginario caricaturiza a aquellos profesionales prestos a componer cualquier brebaje que aumentase la cuenta, sin demasiada preocupación por el efecto en el paciente.
Pero sería injusto detenerse solo en la ironía o en la sátira. El farmacéutico literario es también un hombre de ciencia y de conciencia, un sabio al alcance del pueblo. En las novelas decimonónicas, especialmente en las de provincias, el boticario es el confidente, el amigo fiel, el hombre prudente que modera al médico impetuoso o al cura intrigante. En La Regenta, de Clarín, el boticario de Vetusta, don Robustiano Suárez, es un personaje menor pero lleno de humanidad y sensatez, ejemplo del farmacéutico de buena cepa, el que conoce los secretos de las plantas y el alma de sus vecinos.
Y cómo olvidar al farmacéutico rural de la novela costumbrista, ese personaje entrañable que sabe tanto de hierbas como de corazones, y que tantas veces aparece como consejero matrimonial, componedor de disputas y hasta celestina ocasional, aunque siempre bajo la capa de la más estricta moral. Las farmacias, con su penumbra acogedora y su inconfundible olor a trementina y manzanilla, han sido escenario de conspiraciones, de amores furtivos y de recetas mágicas, verdaderas o inventadas.
En alguna ocasión el boticario ha sido hasta patriota heróico, como aquel descendiente imaginario de Diego García de Paredes, el militar que combatió junto al Gran Capitán que, en el cuento de Pedro Antonio de Alarcón ‘El afrancesado’, se inmola junto a la oficialidad francesa invasora, con vino cargado de opio.
No es extraño que la literatura romántica viera en el farmacéutico un aliado de cupido. En Los amantes de Teruel, Hartzenbusch nos presenta a un boticario capaz de ayudar a los enamorados en sus cuitas, siempre con un frasco de bálsamo o una tisana oportuna. Y si cruzamos fronteras, encontramos al inolvidable Homais de Madame Bovary, tan ufano de su saber cómo ciego ante su propia mediocridad. Flaubert no escatimó en ironía para retratar a este boticario que, con su verborrea científica, encarna la petulancia del saber superficial y el peligro del aficionado a todo y experto en nada.
En la literatura reciente encontramos tres novelas que llevan por título ‘La farmacéutica’ una alemana, de género policiaco, otra francamente erótica y una última de Jean de Giradoux, de contenido literario, y muy difícil de encontrar en el mercado de segunda mano.
La poesía tampoco ha sido ajena a la figura del farmacéutico. En los versos populares, el boticario aparece como el que guarda el veneno del despecho o el filtro de amor desesperado. “Boticario de amor, ¿qué me das para este mal?”, podría rezar una copla. Y es que al final, el farmacéutico, en la literatura como en la vida, es el guardián de los remedios y de los venenos, el alquimista moderno que, entre fórmulas y recetas, guarda los secretos de la salud… y de la muerte.
Hoy, cuando la farmacia brilla con luces de neón y el farmacéutico empuña el escáner con la misma destreza que antes empuñaba el mortero, su figura literaria permanece impasible, con el mismo aire de discreta autoridad, de guardián de secretos. Quizá por eso la literatura nunca lo ha dejado ir: porque, como los buenos remedios, el farmacéutico de novela no pasa de moda. Y quién sabe si, en el próximo capítulo de nuestras vidas, no será precisamente él quien nos salve del veneno de la prisa, del mal de la soledad… o de ese virus que todavía no tiene nombre pero que ya está buscando su antídoto entre las páginas de un buen libro.
Y ahí seguirá el farmacéutico literario, entre sombras de anaqueles y brillos de frascos, dispensando remedios para los males del cuerpo y, bastantes veces, para los del alma.