En pleno debate contemporáneo sobre el futuro Estatuto Marco de las profesiones sanitarias, quizá convenga mirar atrás, a aquel otro momento en que la medicina, la cirugía y la farmacia se ordenaron con rigor: el Renacimiento. Fue entonces, en la España de Felipe II, cuando las profesiones de la salud —médicos, barberos, cirujanos, boticarios y astrólogos— adquirieron su identidad moderna, no solo por su técnica, sino por la ética que les dio forma.
El Renacimiento trajo consigo un nuevo orden. Felipe II comprendió la importancia de las profesiones sanitarias y reguló su formación y ejercicio. Los consideró servidores de la Corona, pero también guardianes del bien común. Esa doble dimensión —pública y moral— elevó su consideración social. Los propios profesionales comenzaron a escribir tratados donde se detallaban las virtudes necesarias para ejercer con dignidad. La ciencia, en aquellos años, se fundía con la ética y con la estética del buen comportamiento.
El médico ideal fue descrito con precisión por autores como Blas Álvarez de Miraval, quien pedía que los galenos fueran “semejantes a los ángeles”, auxiliándose primero de Dios antes que del saber humano. Huarte de San Juan, en su célebre Examen de ingenios, insistía en que el buen médico debía unir conocimiento y experiencia, porque “la perfección del médico consiste en saber por método las reglas del arte y en haber curado mucho”. Enrique Jorge Enríquez, en su Retrato del perfecto médico, trazó una suerte de código deontológico avant la lettre: el médico debía ser humilde, caritativo, prudente, honesto y trabajador, buen latinista y curioso lector. Ni jugador de cartas, ni murmurador, ni amigo de los sofismas. Su atuendo —sayos de terciopelo, capirotes negros, anillos de oro— distinguía su estatus, pero su mayor ornamento era la virtud.
Los cirujanos, de menor rango social, eran considerados artesanos. Su formación se adquiría en los gremios, no en las universidades. Se distinguían entre “latinistas” —quienes leían a Galeno y Avicena— y “romancistas”, que trabajaban sobre la experiencia directa. Pero también ellos se sometían a normas morales rigurosas: debían ser afables, discretos, limpios y moderados; tener las manos firmes, las uñas bien cortadas y el ánimo alegre. En una época en que la cirugía se hacía sin anestesia, esa combinación de destreza y templanza no era un detalle menor.
Los boticarios, por su parte, quedaron bajo la supervisión de los médicos, y su juramento profesional —inspirado en el hipocrático— subrayaba la obediencia, la prudencia y la rectitud. Saladino de Ascalo, en su ‘Compendium aromatariorum’, ya en el siglo XV, exigía que el boticario fuera trabajador, religioso y justo, que no vendiera venenos ni remedios abortivos, y que jamás dispensara sin receta. En el siglo XVI, Antonio de Aguilera completó el retrato: debía saber latín, haber estudiado cuatro años, ser temeroso de Dios, poseer recursos suficientes para no dejarse llevar por la codicia y asistir personalmente a su botica. La ética y la solvencia —material y moral— eran las dos columnas de su oficio.
Y, junto a ellos, los astrólogos de magia blanca y naturalistas —precursores de la ciencia experimental— trataban de ordenar los misterios del cielo y la naturaleza y en aquel momento se encuadraban como profesiones sanitarias. Girolamo Cardano, traductor del Tetrabiblos de Ptolomeo, establecía que el buen astrólogo debía ser prudente, leal y elegante, abstenerse de pronósticos frívolos y no engañar a los poderosos con falsas certezas. La dignidad del saber pasaba también por el dominio de uno mismo.
No es casual que Cervantes, en la segunda parte del Quijote, ironizara sobre esta proliferación de códigos éticos. Su caballero andante debía ser jurista, teólogo, médico y herbolario: una síntesis de todas las ciencias. El Renacimiento español, en el fondo, entendió la sanidad como una expresión del orden universal: cuerpo y alma, razón y fe, técnica y virtud.
Quizá hoy, cuando se discute un nuevo marco legal para los sanitarios, convenga recordar aquel espíritu. La regulación, entonces, no fue un corsé burocrático, sino una forma de ennoblecer el ejercicio profesional. Los médicos, farmacéuticos y cirujanos del siglo XVI querían ser más que técnicos: aspiraban a ser hombres de bien. Y esa aspiración, más que ninguna otra ley, es la que cimentó la confianza entre el sanador y el enfermo, entre el saber y la sociedad, veremos si queda algo de todo esto en las reformas que se promueven.