Se ha convertido en algo habitual escuchar a jóvenes y a gente en edad laboral que muy probablemente ellos no lleguen a cobrar pensión en el futuro.
Un servidor, investido del meritorio y digno rango de pensionista, que jamás contempló la posibilidad de algo tan trágico como hubiera sido llegar a la jubilación sin una pensión decorosa que le permitiera vivir con cierta placidez los años que la vida aún le determinara, no puede dejar de sorprenderse ante alusión tan negativa, aceptada incomprensiblemente de manera general y que, de ser cierta, supondría la quiebra absoluta del Estado y todas sus instituciones.
Pero uno, que no es nuevo ni desconoce los lodazales de la información ni los vehículos de los que se sirven algunos poderes para lanzar mensajes más o menos subliminales con el propósito de que vayan haciendo mella, asienten ideas y calen en la colectividad —como lluvia lenta que, sin apenas percibirlo, empapa— acerca de la necesidad de un cambio en el modelo —a peor, por supuesto—, es consciente de que hay una verdadera operación en marcha y diseñada a largo plazo.
Y con tales mimbres prefabricados están consiguiendo que los actuales trabajadores asuman, resignada y ovejunamente, que el arquetipo de pensiones del futuro habrá de ser magro y mucho menos protector y social que el que hoy disfrutan sus padres y abuelos.
«¡Es que no se puede!», «¡es que son millones de pensionistas!», «¡con la generación del baby boom es totalmente inasumible!» son algunos de los mendaces alegatos que sesudos técnicos y políticos recitan, al servicio de intereses distintos al de los ciudadanos, desde su atalaya de eminentes economistas y expertos en la materia. Y para enmarañar, confundir y fastidiar al personal, presentan estudios manipulados —me recuerdan al CIS de Tezanos—, cálculos actuariales, curvas demográficas, estadísticas sobre la longevidad de los españoles —casi incitando al suicidio individual o colectivo, para no hundir al país— y porcentajes entre cotizantes y perceptores evidenciando que el sistema de las pensiones y su famosa hucha no da para más.
Y yo digo, clara, rotunda y abiertamente: mentira. Es todo una pura mentira. Una falsedad que, a fuerza de repetirse, muchos ciudadanos, borreguil y mansamente, están asumiendo con una resignación que ni el santo Job y san Alejo juntos.
Miren, señores trabajadores. Atiendan.
Es cierto que en tiempos pasados el número de activos era significativamente mayor al de pasivos y, en consecuencia, el Estado —repito, el Estado— diseñó una contabilidad paralela, como una cuenta aparte en la que pagaba las pensiones con la recaudación de los que cotizaban. ¡Pues muy bien! Pero tal fórmula no era otra cosa que un criterio técnico y administrativo de contabilidad. Simplemente. Luego, a consecuencia de la industrialización y lógica reducción de mano de obra, el aumento de la longevidad, una sanidad preventiva que ha conseguido que la cifra de centenarios vaya aumentando año tras año, además de otros muchos y positivos factores, aquella distribución de cuentas que fabricó coyunturalmente el Estado por las circunstancias del momento —repito, coyunturalmente— hoy no cubre lo que antes sí cubría.
¿Y qué?
Porque, amigo trabajador, ¿acaso usted y la empresa para la que presta servicios no están aportando todos los meses pingües cargas sociales al Estado? Sí. Y repito: al Estado, con sus muchas e innumerables cuentas y partidas presupuestarias en las que este distribuye ingresos y gastos y con las que compra y paga servicios de muy diverso tipo.
Y si con la partida de gastos el Estado paga, por citar solo a modo de ejemplo, los salarios de los militares, de los jueces, del batallón de asesores políticos, las embajadas, los aviones, la sanidad, las carreteras, las ayudas sociales tan diversas y clientelares, los catorce kilos al año de Broncano, las casas de refugio a inmigrantes, los más de cien mil euros año a los consejeros de RTVE —tan miserablemente nombrados— por asesorar sobre la nada y los innumerables viajes del Falcon a la República Dominicana… pues que se pague de la misma partida —tan generosa y que ningún docto economista cuestiona— lo que corresponda a sus pensionistas, que, por cierto, se trata de un derecho adquirido y labrado a base de esfuerzo, habida cuenta que se han pasado toda una vida aportando al Estado religiosamente.
Y, llegado a esta sacral mención, solo me resta decir: espabilen ustedes, señores trabajadores, no se crean cuentos… Y amén.