La maniobra no fue casual ni torpe: fue quirúrgica, calculada y nacida de la mente vírica de Rodríguez Zapatero, un estratega del resentimiento nacional.
Bastó con entregar la estaca a un personaje carismático, agresivo en el cuerpo a cuerpo, incombustible ante el desgaste y adicto a la confrontación, para que arrastrara consigo a un ejército de militantes criados en traumas y taras personales, frustraciones sociales y obsesiones ideológicas convertidas en bandera. Cientos de miles de inductores -sí, en esta España aún libre, aún agraciada, aún autosuficiente pero solo por ahora- dispuestos a dinamitar todo aquello que les supera: la nación, el orden, la fe, el patriotismo, los símbolos, la memoria, el éxito de los otros y el respeto constitucional.
Porque así se destruye una civilización: negando lo que la hizo grande. No hace falta un invasor; basta con una clase política que se avergüenza de su propio país divulgando mentiras y pidiendo perdón por existir.
Ahí está el jesuita ministro Albares asumiendo y aplaudiendo humillaciones, permaneciendo sentado o desfilando para disculparse ante México por una conquista que llevó lengua, cultura, progreso, leyes y fe donde antes había tiranía, miseria, crimen y barbarie.
O Felipe VI izquierda, acostumbrado a tragar humillaciones del las del 5X5, permaneciendo sentado mientras desfilaba la espada de Bolívar en la toma de posesión del exterrorista Petro.
Y mientras tanto, vejaciones constantes a la bandera, al himno y a la historia en Cataluña y el País Vasco, soportadas con la pasividad de quien ya se ha resignado a ser testigo mudo de su propio deshonor y xomo la ley de Murphy y el Karma no fala, quizá un día de su propia "desLeonor".
En España, este proceso avanza con la ayuda de quienes han convertido el resentimiento histórico en religión y el odio y la endofobia en proyecto político. Los responsables de proteger nuestra cultura con orgullo son los mismos que la dinamitan en nombre del "falso progresismo" de cartón que arrasa los símbolos cristianos y esconde belenes ridiculizando la Semana Santa y desmantelando fiestas populares que son el alma del pueblo.
Y mientras prohíben procesiones, financian celebraciones importadas, ajenas y hasta contradictorias con nuestras costumbres -elevándolas como muestras de diversidad-, el nuevo dogma es claro: odiar lo propio, adorar lo ajeno, y culpar al pasado de todos los males presentes.
Se ha convertido nuestra historia en una caricatura grotesca. Se retrata el Imperio como una orgía criminal en lugar de reconocerlo como lo que fue: una de las mayores epopeyas de la civilización humana. Un proyecto que llevó cultura, derecho, lengua, espiritualidad y un concepto de dignidad personal desconocido en buena parte del mundo. Y ahora, aquellos que viven de esa herencia pretenden borrarla de los libros y reducirla a ceniza moral.
La historia se falsifica para manipular el presente. Se glorifica a verdugos y se ridiculiza a quienes edificaron nuestro progreso. Se reabren heridas que estaban cicatrizadas desde hace décadas solo porque a ciertos partidos les interesa una sociedad fracturada, confrontada y así más dócil.
Un pueblo enfrentado se controla con facilidad; un pueblo orgulloso de su trayectoria, es un pueblo unido por su identidad; y eso es un problema para un gobierno de perfil destructor comunista.
Mientras tanto, se fomenta la fragmentación autonómica, se pisotea la bandera, se silba el himno, se ridiculiza a los jueces, se anulan sentencias, se conceden indultos, se obstruye la justicia y se cuestiona la unidad territorial con la misma indiferencia con que se derriba una catedral. Todo en nombre de la “pluralidad”, palabra prostituida para disfrazar la demolición de lo que nos une para imponer una dictadura férrea en paulatino avance.
La inmigración ilegal, vital para sumar votos sanchistas es otra amenaza, como lo es una política débil, acomplejada y oportunista que se avergüenza de exigir integración y respeto como le ocurre al camaleón lider del Pp.
Un país que no se respeta a sí mismo no puede pedir respeto a nadie. Pero nuestros gobernantes han preferido abdicar de su responsabilidad moral y sustituir educación por ideología, cultura por culpa, y memoria por propaganda amparados por unas Instituciones invadidas y unos personajes dirigentes afines con la demolición de la España que venció la tragedia.
España no tiene que pedir perdón. Tiene que recordar quién es. Fue un faro para el mundo, cuna de una lengua universal, creadora de un imperio cultural sin precedentes. Hoy, sin embargo, corre el riesgo de convertirse en un laboratorio de ingeniería social donde la tradición molesta, la patria estorba y los símbolos se desprecian.
Porque un pueblo que olvida sus raíces firma su sentencia de muerte.
Defender la Navidad, la Semana Santa, el santoral, la bandera y el himno no es nostalgia: es preservar la identidad sin la cual no existe nación. Y si la clase política ha decidido abandonar esa tarea, debería ser el pueblo quien la tome.
Y que nadie se sorprenda cuando en pocos años veamos alcaldes islamistas imponiendo sus ceremonias y prohibiendo las nuestras; o cuando el fenómeno woke, el lenguaje no binario y wl lobby lgtbiq+ conviertan nuestras tradiciones en delito moral. Todo financiado, cómo no, por los mismos grupos económicos y geopolíticos interesados en desarticular las culturas fuertes, romper identidades y comprar voluntades en las altas esferas.
Al final, la batalla no es solo cultural ni política: es civilizatoria. Y quienes manejan el tablero saben que un país sin memoria, confrontado y lleno de chiringuitos comprados para llegar más lejos, es un país sin defensa.