La honestidad, otrora pilar del ejercicio político, ha sido completamente postergada al olvido en los círculos del gobierno socialista. Desde el primer ministro hasta el último de los afiliados de este partido que se tambalea minuto a minuto, aguantan como pueden los caprichos de Pedro Sánchez al tiempo que se escudan en un silencio cómplice. La política recuerda a un juego sin reglas en donde el líder hace sacrificios en su altar de la conveniencia y entretanto vive junto con una ciudadanía obstinada y unos acólitos temerosos que cierran los ojos con una pasividad indecorosa. En este panorama ya no sorprende que la cobardía se disfrace de pragmatismo y la corrupción haya encontrado su mejor refugio en la indiferencia de quienes deberían erradicarla.
Empero, el umbral de la decencia representa un punto de equilibrio que podríamos situar entre la virtud y la convención social. Para que se mantenga pura y aumentada es fundamental que el sustrato que lo alimente goce de los suficientes nutrientes que permitan el crecimiento de otros atributos necesarios que surjan como ramas de un árbol y que aporten cualidades de todo orden.
Los cambios universales han transformado la idea de la moral, la cual estaba profundamente entrelazada y enraizada en el pasado siglo XIX. Era sustentada en diversas cualidades o virtudes como el honor, la estructura jerárquica de la sociedad y la religión. Por el contrario, en la actualidad, aquella característica general ha mudado vertiginosamente y se ha convertido en una especie de teoría de la rectitud como forma o constructo individual. Para pensadores como Galdós e incluso Costa, que fue un regeneracionista tardío, la decencia, que es como decir compostura o dignidad, no solamente emanaba de las costumbres o de los viejos preceptos religiosos, sino que derivaba de una recta ética personal que se alineaba con el progreso y la razón.
A guisa de lo antedicho y tomando en cuenta a los ilustrados Galdós y Costa, podríamos establecer un modelo sólido bajo la premisa de tres fundamentos: La rectitud moral, que surgiría de la moderación y la prudencia y que nace o se basa de las virtudes aristotélicas. En este caso lo fundamental es la coherencia basada en los principios de integridad; la armonía social sería el segundo de los ejes y nace de una interactuación con la anterior, pero por una necesidad imperiosa de mantener el orden. Con esa armonía se busca el respeto de las normas como la cortesía, la diligencia en el trabajo y la honradez en los principios; por último, tendríamos el compromiso público, que desde un prisma político y regeneracionista podríamos definirlo como una lucha contra la corrupción, la limpieza y transparencia en el gobierno, las preocupaciones desde un punto de vista intelectual y la reivindicación del bien proceder.
Así, la decencia, más que un concepto estático es una percepción dinámica que ha sido alterada con las nuevas modas. En estos tiempos parece que la honorabilidad se ajusta con más fuerza a una evolución comunitaria cuando siempre ha sido una forma de pudor, dignidad y vergüenza, convirtiéndose por tanto en un nuevo modelo de moral y de convicción que algunos alteran al capricho de sus propias “conciencias”.
También preocupa mucho el fenómeno de socios y afines porque parecen cegados por una aparente lealtad al partido cuando, en realidad, están confundiendo el poder con la eficacia del gobierno y sin importarles si la gestión es eficiente, si las promesas no existen, si la esposa y el hermano están imputados, o si el nivel de corrupción y robos de los suyos superan toda expectativa. Es evidente que estos votantes solamente buscan que “su equipo” siga jugando, como si la política fuese una liga futbolística y no una responsabilidad de Estado. Es evidente que la visión reduccionista impide cualquier crítica y solamente logra perpetuar ciclos de gobierno aunque sean malos y sin tomar en cuenta que el buen gobierno no se mide por el número de años que se sostiene en el poder, sino por la huella que logran dejar en la historia de un pueblo.