Plano secuencia

Las tres muertes del miliciano de Robert Capa

Confiamos demasiado en nuestra mirada y no pensamos que podemos ahogarnos entre narcisos. En ocasiones, entramos en las grutas de la realidad y salimos sin creer que Platón inventó un mito. Parece como si con un vistazo nos sintiéramos dioses de creación, sin suponer que es posible el error. «¿Y por qué habría de asustar un sombrero?», escuchaba un Antoine de Saint-Exupéry de seis años cuando enseñaba el dibujo de su serpiente boa digiriendo un elefante. Y resulta que todo es porque ya no tenemos la visión infantil de María Justina Sanz de Sautuola y Escalante. «¡Papá, mira, toros pintados!», exclama la niña en Altamira. Y ya siendo mayores, no nos desprendemos de una adulta necesidad de sentir que cualquier percepción es auténtica, por increíble que parezca. «¿Puede usted ver algo?», preguntó Lord Carnarvon. «Sí, es maravilloso», respondió Howard Carter ante un durmiente Tutankhamón. 

«Abro mis ojos y no veo nada», escuchamos al empezar la película El arca rusa (Aleksandr Sokúrov, 2002). La mirada, sí, nos puede engañar. En el cuento «La trastienda de los ojos» leemos que «Solamente los ojos le abren a uno la puerta, le ventilan y le transforman la casa» (Carmen Martín Gaite, 1954); sin embargo, ¿y los espejismos en el desierto? ¿Y los espejos en La dama de Sanghái (Orson Wells, 1947)? ¿Y cómo olvidar el ojo de Un perro andaluz (Luis Buñuel, 1929)? ¿La realidad es una construcción social? ¿El conocimiento depende de la idea de verdad que uno tenga? El deán de Maguncia Bernhard von Breydenbach hace dibujar en su exitoso Viaje de la Tierra Santa (1486) el unicornio que vio. Julio Cortázar en su «Axólotl» (Final del juego, 1958) invita a reflexionar sobre la distorsión mental que podemos experimentar si nos identificamos con aquello que nos atrae y fascina. ¿Y quién no recuerda a Ícaro y su deseo de alcanzar los ojos del Sol? También el cine ofrece siempre buenos ejemplos para la vida. Luis Eduardo Aute muy bien lo cantaba: «Que todo en la vida es cine… / y los sueños, cines son». Y ahí tenemos a Miles Bennell en La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) o Thomas en Blow-up (Michelangelo Antonioni, 1966) o Jake Scully en Doble cuerpo (Brian de Palma, 1984). «Siempre hay algo auténtico oculto en cada falsificación», quizás se consolaría Virgil Oldman en La mejor oferta (Giuseppe Tornatore, 2013), quien, siendo magnífico especialista en arte, no fue capaz de distinguir la mentira tras la bella cariátide Claire Ibbetson. 

¿Entonces dónde está el secreto para saber ver? ¿Acaso siendo muy minuciosos en nuestras observaciones, como un Julio Cortázar de 1962 en sus «Instrucciones para subir una escalera» (Historias de Cronopios y Famas)? ¿Tal vez recurriendo al test Voight-Kampff?, bromearía conmigo el blade runner Rick Deckard (Ridley Scott, 1982).

Yo creo que una mejor comprensión visual requiere la conveniencia de no perder el interés sobre el campo. «De acuerdo. ¿Qué es el campo?», pregunta el golfista Rannulph Junuh en La leyenda de Bagger Vance (Rodbert Redford, 2000). «Si tu atención se concentrase en el dedo habrías perdido toda la gloria celestial», nos recuerda Bruce Lee en su Operación dragón (Robert Clouse, 1973). Y de esta manera, si sabemos mirar el campo, podremos asombrarnos ante vigores de vida en lo más cotidiano, al igual que se da cuenta el suicida que recupera Gabriel García Márquez en 1981 en el microcuento anónimo «El drama del desencantado». Incluso advertiremos referencias sexuales ante un inocente tren en Con la muerte en los talones (Alfred Hitchcock, 1959) o con un simple bastón en Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) o seremos capaces de descubrir asesinatos en una abadía, emulando a Guillermo de Baskerville en El nombre de la rosa (Jean-Jacques Annaud, 1986). Tener el deseo de topar con lo que hay más allá, al fin y al cabo. «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais», declara el replicante Roy Batty (Ridley Scott, 1982). ¿Quién no recuerda esas primeras cálidas imágenes de Terciopelo azul, que esconden un mundo subterráneo, si nos atrevemos a adentrarnos en él? (David Lynch, 1986). 

Robert Capa y su miliciano. Tres miradas y tres muertes.

Primera muerte. Mucho se ha escrito sobre la mítica fotografía «Muerte de un miliciano», de Robert Capa. La instantánea se fecha el 5 de septiembre de 1936. Presente en la publicación francesa Vu (23 de septiembre de 1936), en un reportaje nombrado «La Guerre Civile en Espagne: Comment ils sont tombés / Comment ils ont fui», encontró luego enorme eco con la revista norteamericana Life (12 de julio de 1937), al dar ilustración a un reportaje con el título «Death in Spain: the Civil War has taken 500.000 lives in one year». Desde ese momento fue considerada la foto de la Guerra Civil española, y Robert Capa se significó como testigo en conflictos armados (Guerra Civil en España, segunda guerra chinojaponesa, Segunda Guerra Mundial -el Blitz de Londres, la guerra del norte de África, la invasión de Italia, la batalla de Normandía y la liberación de París-, guerra arabeisraelí de 1948 y la primera guerra de Indochina). 

Segunda muerte o cómo un gigante tenía los pies de barro (Libro de Daniel, II, 26-42). Las dudas sobre la foto de Robert Capa han hecho matar a la muerte de ese miliciano. El 19 de agosto de 2009, el New York Times publicaba un editorial («Fallen Soldier») en el que abogaba por la necesidad de que las disputas sobre la verdad de esa imagen pudieran resolverse de una manera definitiva. Tiempo después, José María Susperregui, con un certero estudio, apunta hacia la desmitificación en Revista General de Información y Documentación, 33 (1) (2023), pp. 59-92. Y, entonces, la estampa se derrumba totalmente, después de agrietar su punctum, tras quebrar su studium, si atendemos al cosmos terminológico de Roland Barthes.

Tercera muerte o la banalización de un símbolo. Si la revista francesa es buena primera base para considerar la pequeña obra de Robert Capa como una escenificación, la norteamericana subraya indirectamente la artificiosidad de lo visual. Vu, por ejemplo, nos brinda la conveniencia de no perder el campo para una mejor vía de entendimiento: ofrece un reportaje compuesto, en página izquierda, por la icónica fotografía (mitad superior) y por la imagen de un miliciano caído (mitad inferior) y, en página derecha, por cinco instantáneas de Georg Reisner. Si observamos las dos producciones del húngaro, nos choca que un mismo tema fuera plasmado con un prácticamente idéntico encuadre, un mismo espacio, aunque la foto famosa se da en contrapicado y la segunda es más bien un picado. Y hasta las nubes parecen pertenecer a un igual cielo, pero con una diferencia de muy poco tiempo transcurrido. De nuevo, el campo como lugar de lucha entre lo falso y la verdad.

La revista Life es terreno para una tercera muerte. A lo mejor, la más cruel. Y todo, a partir de un (¿casual?) juego de simetrías pavorosas. En la página 19 (derecha), en la mitad superior, hallamos el nombre de la revista LIFE como un inesperado encabezamiento, con un fondo blanco, y, debajo, la icónica imagen de la MUERTE, plasmada en blancos, grises y negros. (Curioso que en todo ese número el nombre de la publicación no aparezca más, salvo en el apartado del índice). Los contrastes se acentúan si ahora observamos la página 18 (izquierda), toda dedicada a un producto capilar, y la histórica página 19 (derecha). Y así, en un descenso visual de paralelismos, la sorpresa enmudece: ante la cita de un sol abrasador y una ducha profunda, que puede dejar un pelo sin vida (LIFELESS), aparece un titular LIFE; ante un rostro que luce luminoso, hallamos un cuerpo que se ensombrece sin mirada; ante un hombre que da imagen al producto VITALIS, topamos con otro que representa a la MUERTE; ante un erguido jugador de tenis sujetando una raqueta de manera firme con su mano derecha, en una cuidada pista deportiva, nos vemos frente a un desmoronado miliciano portando un rifle que cae de su diestra, en un silvestre suelo cordobés. ¿Rebuscado planteamiento? No lo sé. «Hay muchas cosas en la tierra de las que es mejor no saber nada», me diría Maurice Oboukhoff en Atraco perfecto (Stanley Kubrick, 1956).

Más en Opinión