Algo se ha quebrado en nuestra humanidad. El abismo entre el bien y el mal se ensancha, y lo más grave es que hemos perdido de vista dónde se encuentra cada uno.
Arturo Pérez-Reverte escribió alguna vez que el problema del mundo no son los malos, sino los tontos: los que se dejan arrastrar, los que creen cualquier cosa, los que se convierten en instrumentos dóciles del odio.
Hoy lo veo con nitidez. El atentado contra Charlie Kirk y la interrupción de la carrera ciclista en Madrid por una manifestación pro-Gaza son síntomas de lo mismo: una sociedad que festeja la muerte o el entorpecimiento como si fueran conquistas. Una sociedad que se comporta como una hoja al viento, incapaz de discernir, celebrando lo inmediato, olvidando lo esencial.
Y me preguntarán, con razón: ¿y tú qué haces? Es la mejor de las preguntas. Desde este humilde espacio solo intento invitar a pensar con bandera propia, a no dejarse seducir por el marketing ideológico, a ejercitar una mirada independiente. No por soberbia, sino por necesidad de ser libres.
Charlie Kirk será recordado un tiempo, quizá con un acto anual, pero la velocidad vertiginosa de esta era hará que su historia se diluya en el olvido. Y en Gaza, los niños siguen siendo rehenes: rehenes de Hamás que los usa como escudos, rehenes de un genocidio que multiplica la muerte, rehenes también de nuestra impotencia, porque ninguna imagen viral les da de comer ni los protege de las bombas. El terrorismo ha aprendido a manipular redes y emociones; nosotros hemos aprendido a ser sus difusores involuntarios.
No, no justifico la brutalidad israelí. Pero tampoco puedo callar la perversión de un sistema que convierte la infancia en arma política. La frontera es solo un invento del poder; lo humano no conoce líneas divisorias. Los niños, todos, tienen derecho a ser niños y no carne de cañón.
Los cementerios están llenos de esa ilusión de que la muerte resuelve algo. Pero la muerte nunca ha sido solución: solo perpetúa la ambición de quienes necesitan sostenerse en el poder.
No son días para la tibieza. Pérez Galdós, en boca de Cela, podría decir “a mí eso ni fu ni fa” en La colmena. Pero hoy no podemos responder así. Hoy el verdadero abismo está entre quienes se alimentan del odio y quienes se alimentan del amor. Y elegir uno u otro lado no es una metáfora: es una decisión vital.
Por eso vuelvo al pequeño —aunque inmenso— libro del padre Ramón Cué, Mi Cristo Roto. Allí, en ese diálogo íntimo con la imagen destrozada, el autor descubre que cada fragmento del Cristo herido nos llama a repararlo en los pobres, en los enfermos, en los marginados.
Y al escribir estas líneas, me encontré con mi propio Cristo roto, a la entrada de mi casa, al que le falta el rostro. Tal vez para recordarme que necesito aprender a mirar el mundo con su mirada.