Asombra ver el interés que pueden despertar objetos cotidianos, como, por ejemplo, una chimenea. Un conducto por donde sale humo focaliza las miradas de la humanidad. En la fecha ya histórica del 8 de mayo de 2025, pasadas las seis de la tarde, una fumata blanca asomó por la chimenea de la Capilla Sixtina, el mundo fue informado de la elección del nuevo papa, sucesor de San Pedro. Humo blanco, santo, humareda que simboliza el acuerdo entre los prelados del Cónclave, simboliza la esperanza en la iglesia, la confianza en el vicario de Cristo en la Tierra.
Una sencilla chimenea mantiene nuestro interés durante horas. En el caso de Robert Francis Prevost, León XIV, apenas 24 horas han bastado para conciliar un acuerdo entre las eminencias congregadas en el Vaticano. Los cardenales y el Espíritu Santo han decidido que su Santidad sea un hombre que aglutina el poder del mestizaje. El sumo pontífice es un ciudadano universal, de todas partes, puente de culturas y credos, de razas y estatus, el primer papa americano. Si bien, en honor a la verdad, se trata del primer papa norteamericano. Un mestizaje que va más allá de lo geográfico y lo sanguíneo. León XIV es matemático y humanista a un tiempo, es siervo y dignatario, es aperturista y tradicional; porque, lejos de etiquetar, se trata de un hombre que ha servido a la cristiandad desde la pobreza de sus misiones hasta la opulencia de la curia romana.
Sentados frente al televisor, católicos y acatólicos, prestamos atención a una chimenea que nada dice y todo lo comunica. Nos habla el humo que expulsa su cañón, un tubo que exhala fumatas, blancas o negras, aquí no hay matices. Después del humo, un papa nos saluda desde el balcón de la Basílica de San Pedro. Como en uno de esos concursos de entretenimiento; de pronto, tras la veladura del humo, un hombre anónimo se transforma en estrella de la iglesia católica, la persona más famosa del planeta.
La chimenea como metáfora del faro que guía, como referencia de los creyentes, abrazados a la alegoría de la fumata blanca, que se eleva al cielo de Roma y blanquea las penas negras del desconsuelo. Y de la estela de humo surge el papa león, nuevo rey de la iglesia, tundidor de los pecados que crecen en la faz de la tierra como mala hierba. Son muchos puentes los que debe tender, muchas tareas a resolver en su pontificado: conectar conciencias, pastorear voluntades, sosegar ánimos, fortalecer vínculos de fraternidad entre los inquilinos del mundo.
Su mensaje de paz sienta como un poleo tras un atracón, alivia el pesar. Este hombre de la orden de los agustinos es modesto y cercano, comprometido con la justicia social, de ahí la elección de su nombre, desea continuar el legado que dejara León XIII en su encíclica Rerum novarum, el fomento de los derechos sociales en las esferas marginales de los pueblos. De aquella revolución industrial hemos pasado a la revolución de la digitalización y la inteligencia artificial, y el nuevo papa se convierte en misionero digital, un evangelista metido de lleno en la era de la tecnología y la amenaza del transhumanismo.
León XIV, luego de aceptar y asumir la responsabilidad de su cargo, conversa con el Señor en la Sala de las Lágrimas. Ha salido al balcón de la Basílica de San Pedro tras la fumata blanca para dar esperanza a más de 1.400 millones de católicos. Cristo le ilumina, el pontífice agradece la confianza, su mirada inteligente recorre la plaza, el júbilo de la cristiandad, el llanto que la ilusión de verle provoca en muchos de los allí presentes. Él también llora, es sensible, sabe que la matemática del buen cristiano exige la imitación de Cristo. Sabe que su trabajo consiste en amalgamar pecadores, en recordarles que solo la fe iluminará el camino que lleva a la redención. De la chimenea de la Capilla Sixtina no emana humo de pajas; al contrario, la fumata blanca da cuenta de una noticia que marcará la vida de los creyentes, ha llegado León XIV, sucesor de San Pedro.