La receta

Entre lágrimas y alivio: la historia del picante que cura

Hay sabores que no se olvidan, y uno de ellos es el picante. Durante siglos, las guindillas, los chiles y los ajís han formado parte de la mesa, pero también del entretenimiento. En las tabernas del siglo XIX no era raro ver a parroquianos discutir acaloradamente sobre cuál era la guindilla más fuerte, hasta llegar a las inevitables apuestas, que solían acabar con lágrimas en los ojos, sudores en la frente y un vaso de vino que poco podía aliviar el incendio en la boca. Nadie sabía con certeza si un chile era más picante que otro, y a partir de cierto umbral, todo se volvía insoportable.

Fue un farmacéutico estadounidense, Wilbur Scoville, (1865-1942) quien puso orden en este caos. En 1912 ideó un método para medir el picante que acabaría con muchas discusiones de taberna y lo llevaría a los manuales de historia de la farmacia. Trabajaba entonces en la firma farmacéutica Parke Davis y desarrolló lo que llamó “Examen Organoléptico Scoville”. El sistema era tan sencillo como ingenioso: se diluía el extracto de un pimiento en agua azucarada hasta que un panel de catadores dejaba de percibir el picor. La cantidad de dilución necesaria se traducía en unidades Scoville (SHU). Así, un pimiento dulce marcaba cero, mientras que la capsaicina pura, que es el principio activo de los pimientos, alcanzaba la asombrosa cifra de dieciséis millones de unidades. Los pimientos más picantes como el Habanero, pueden estar por 300.000, mientras uno de Padrón, de los que pican, no pasa de 100.000.

Imagen libre de autoría de Capsicum chinense (habanero).
Imagen libre de autoría de Capsicum chinense (habanero).

La escala no era perfecta —dependía de la tolerancia de cada catador y de las variaciones naturales de cada cultivo—, pero se convirtió en un referente popular y aún hoy sigue viva en la cultura culinaria. Marcas de salsas, mercados de guindillas y concursos de resistencia al picante siguen recurriendo a ella como si fuera la vara de medir universal del fuego en la boca. Scoville no solo inventó un sistema, también encarnó lo que podríamos llamar un humanismo farmacéutico, un modo de acercar la ciencia a la vida cotidiana, de dar herramientas para comprender lo que hasta entonces solo era intuición y bravura de taberna.

La capsaicina, una sustancia presente en los frutos del género Capsicum, es la responsable de la sensación de ardor, de ese cosquilleo doloroso que activa receptores nerviosos específicos en la lengua y la piel. Pero lo que empezó siendo un elemento culinario, ha acabado por convertirse en un medicamento valioso.

Hoy la capsaicina se emplea en medicina, sobre todo en el campo del dolor crónico. En forma de cremas o parches, se utiliza para tratar neuropatías diabéticas, neuralgias postherpéticas y dolores de origen nervioso que resultan especialmente difíciles de controlar. La sustancia actúa primero provocando un ardor pasajero, pero después desensibiliza las fibras nerviosas, agotando a los mensajeros químicos responsables de transmitir el dolor. De este modo, tras un mal rato inicial, puede llegar un alivio que dura semanas.

También se ha explorado su uso en dolores musculares y articulares, en ciertos tipos de cefaleas muy intensas e incluso en enfermedades de la piel como la psoriasis, donde ayuda a calmar el picor.

La paradoja es evidente: lo que en la mesa causa lágrimas y sudores, en la clínica puede convertirse en alivio. Esa misma sensación de ardor, hoy se transforma en herramienta terapéutica en hospitales y consultas.

Scoville fue capaz de traducir en números algo tan subjetivo como una sensación en la lengua, y con ello dio un paso que todavía se aprecia en la cultura popular. Su escala es ya parte del imaginario colectivo, pero la capsaicina ha trascendido el folklore para ocupar un lugar legítimo en el arsenal de la medicina.

Quizá esa sea la lección más hermosa: entre el placer y el dolor, entre la cocina y la farmacia, existen puentes que solo el ingenio humano puede tender. Si Scoville pudiera verlo, quizá sonreiría con la discreción de quien sabe que, a veces, las grandes revoluciones empiezan con una simple guindilla.