Ha sido, sin lugar a dudas, el sacerdote más conocido de toda la historia de la televisión. Por la lealtad que le debo a él no voy a decir su nombre, pero por la fidelidad que le debo a los lectores, voy a dar las suficientes pistas como para que intuyan quién es, sin necesidad de mencionarlo. Cuando le conocí, más que un juguete roto, era un juguete olvidado, que es el más inservible de todos los juguetes. Cada mañana se tomaba las suficientes pastillas como para no molestarse en contar cuántas, y cuando me confesó que cada día solía levantarse a las siete de la tarde, le pregunté cuántas se tomaba para dormir. Su respuesta fue tajante: “Yo no tomo pastillas para dormir, yo tomo pastillas para no volver a despertarme".
A pesar de los efectos de la medicación, esa noche se mostró lúcido durante toda la cena, tanto como para no querer seguir siendo, ya, el centro de atención. Oportunidad que aproveché para crear una cierta intimidad con él, cuando tuvo la amabilidad de acompañarme a la calle para que yo pudiera fumar. Una vez allí, los que pasaban junto a nosotros le miraban, se sonreían, le saludaban... Incluso uno se atrevió a pedirle un autógrafo, petición a la que él, amablemente, accedió. "La gente te sigue queriendo", le guiñé un ojo, mientras encendía un cigarrillo. "No, la gente no me sigue queriendo -aclaró-: me sigue reconociendo tanto como me sigue desconociendo. Son cosas distintas”. "¿Nunca te has sentido querido?", añadí. “A veces me he sentido querido, pero cuando el éxito te acompaña, es fácil confundir la atracción con el cariño y la curiosidad con la admiración”. “¿Te sientes un juguete roto?", pregunté. “Me siento como ese juguete que el niño descuartiza para conocer su interior. Pero no puedo echar la culpa a nadie. Porque, a veces, más que sentirme como un juguete roto, me siento como el niño que lo ha destrozado”. “He visto que no fumas, ni bebes y eres moderado en la comida”, observé. “Porque durante muchos años –se encogió de hombros-, el éxito ha sido la única droga que he tomado”. “¿También se puede morir de sobredosis?”, pregunté.
Y mientras decidía la respuesta, recordé sus intervenciones en la televisión: cuando estaba simpático se mostraba irónico, cuando estaba molesto se mostraba sarcástico, y cuando alguien le desafiaba, entonces no dudaba en mostrarse orgullosamente déspota. “¿Por qué estoy viendo a un hombre tan distinto esta noche?”, le pregunté. “El éxito es la peor de las drogas –comenzó a explicarme-, porque mientras que al adicto a la heroína nadie le apoya por ser heroinómano, al adicto al éxito todos le aplauden por ser un exitómano”. Y después de reírnos por haber aportado una nueva palabra al diccionario, continuó: “Por ejemplo, cuando al adicto a la heroína se le pasan los efectos y se mira en el espejo, se da cuenta de lo que es. Pero cuando al adicto al éxito le pasa lo mismo, se da cuenta de lo que ya no es. El proceso es muy distinto, porque cuando el heroinómano deja la droga, quiere volver a ser la persona que era antes, pero el adicto al éxito siempre quiere volver a ser el personaje que la gente aplaudió en su momento. La historia de un adicto a la heroína es la historia de un fracasado, pero la historia de un adicto al éxito es la historia de un triunfador. Mientras que el heroinómano, en su rehabilitación, huye de todos los que antes le ofrecían la droga, el exitómano busca desesperadamente a aquellos que le pueden devolver el éxito. Por eso es tan difícil rehabilitarse. No sé si me estoy explicando bien”. "Perfectamente", le dije. Entonces, continuó: “Cuando eres músico y vendes un disco, es tu disco lo que la gente critica. Lo mismo ocurre cuando eres actor y haces una película, o cuando eres escritor. Pero cuando no tienes un producto que vender, el producto eres tú. La gente quiere ver un personaje y tú te conviertes, poco a poco, en él. Y lo haces sin saber que mientras el personaje se va haciendo cada vez más grande, la persona que hay dentro se va haciendo cada vez más pequeña. Tanto, que cuando los focos se apagan y el personaje desaparece, la persona se mira en el espejo y ya no se reconoce. Se mira como si acabara de levantarse de la cama y todo hubiera sido un sueño. Pero al revés de lo que ocurre cuando tienes una pesadilla, el terror empieza ahora, cuando estás despierto".
Y ajenos ya a las miradas de la gente que nos señalaba al pasar, le pregunté: "¿Hay alguna diferencia entre éxito, triunfo y victoria?”. Antes de responder se miró las manos, unas manos tan cuidadas que no parecían masculinas, y luego se encogió de hombros: “El éxito es conseguir vender un libro, aunque no sea el que tú querías haber escrito. El triunfo es terminar el libro que tú querías escribir, aunque no tenga éxito. Y la victoria es poder seguir escribiendo, consciente de que la gente ya no te admira por lo que vendes, sino por lo que te atreves a escribir”. "¿Puedo hacerte una confesión?", le dije, en voz baja. “No –se puso de puntillas-, porque hace tiempo que me han prohibido el ministerio sacerdotal público. Por lo que no sería válida mi absolución sacramental". Y después de soltar una suave carcajada, volvió a ponerse serio y miró al suelo, para hacerme ver que esta suspensión, en realidad, no le hacía ninguna gracia. En ese momento estuve a punto de preguntarle qué pensaba de todos esos sacerdotes que después de cometer graves delitos penales, en vez de haber sido suspendidos “in aeternum”, han sido solamente trasladados de parroquia. Pero no quise añadir leña a un fuego que ninguno de los dos había encendido.
Luego seguimos hablando de otras cosas, de ésas que sólo pueden hablar dos hombres que han cometido los suficientes errores como para no tener ganas, ya, de juzgar al resto. Y cuando parecía que nos habíamos olvidado de los otros invitados que acudieron a la cena, bajó el amigo en común que nos había presentado y me apresuró a que nos despidiéramos, alegando que había prometido dejarle en casa antes de las doce. “Te van a llamar el Ceniciento”, le dije, excusándome después por haberle agasajado con mis preguntas. Luego les acompañé hasta el coche, y cuando se montó en el asiento de atrás (no le gusta conducir y tampoco ir de copiloto), me di cuenta que habíamos hablado de todo, menos de lo más importante. Y haciéndole un gesto para que bajara la ventanilla, le pregunté: "¿Qué le dirías a alguien que tiene la misma sensación de haberlo perdido todo, pero que además ha perdido la fe?”.
Y con esa sonrisa que le había hecho tan famoso, respondió: "A veces, cuando veo la inclinación del ser humano para odiar, pienso que es demasiado malo para haber sido creado por Dios. Pero cuando veo su capacidad para perdonar, entiendo que el ser humano no puede ser fruto del azar”.