Desde siempre, desde los tiempos en que la censura nos prohibía su lectura a todos los españoles, tuve una gran curiosidad por conocer la obra y la personalidad intelectual de Manuel Azaña. ¿Quién sería en verdad? --nos preguntábamos las gentes de mi generación-- aquel personaje cuyo solo nombre convulsionaba en cualquier conversación? Yo había leído algunas notas sueltas, algunos párrafos suyos, y tenía la impresión que detrás de aquellas ideas, de aquellos pensamientos no podía esconderse un ser malvado, que algo se nos explicaba mal a los jóvenes. Pasados los años, las cosas han ido cambiando y comenzaron a publicarse textos de y sobre Manuel Azaña. Todo --al principio-- muy intelectual, muy ceñido a su vida de escritor y ensayista, que es --en mi opinión-- donde mayor altura alcanzó su personalidad. Y fue comprendiendo el drama interior de su vida, sus grandes frustraciones.
Actualmente, ya en plena democracia y con absoluta libertad de expresión --algunas veces demasiado absoluta--, leo con sosiego la obra de este gran hombre de letras que fue Manuel Azaña. Leo largos fragmentos de su Diario, sus discursos y conferencias, su novela y su teatro.
Y comprendo --al menos creo aproximarme-- dónde se fraguaron sus principales errores políticos, cómo y por qué fracasó en su empeño de hacer una España desenganchada de los falsos tradicionalismos y ligada a la modernidad europea. Creía Azaña que los pueblos son tan manejables como las palabras y los pensamientos, que las grandes muchedumbres pueden conducirse con la precisión de una filarmónica, con el rigor matemático de una tesis. Y fracasó estrepitosamente. Aunque no en su obra literaria, en la que hallamos toda una filosofía en marcha.
Me llega ahora un nuevo y magnífico libro del profesor Juan Marichal, La vocación de Manuel Azaña, que he leído con verdadero interés. Se trata, más que de una biografía, tal y cómo entendemos el género, de un amplio estudio sobre su personalidad intelectual, buscando las claves de su filosofía, de sus creencias, de cuál era realmente su idea de España. Tomando palabras de Lionel Trilling, Marichal piensa en el héroe trágico de una cultura, en el hombre que encarnó el conflicto entre su persona y la sociedad. Azaña fue --en buena parte-- un hijo cultural de Francisco Giner de los Ríos, como escribió en su Diario íntimo: "Fue el primero que ejerció sobre mí un influjo saludable y hondo. Con sólo asistir a su clase de oyente (de gorra, como decía él con gracia) comenzaron a removerse y cuartearse los posos que la rutina mental en que me criaron iba dejando dentro de mí"...
Juan Marichal nos ofrece un amplio panorama de la vida intelectual y política de Manuel Azaña, de sus inquietudes literarias, de su fervor ateneístico, así como de los avatares de la propia nación española. Recuerda constantemente sus discursos más significativos, sus artículos y ensayos, saliendo al paso de las opiniones vertidas en torno a su afrancesamiento: "Azaña no era, pues, un afrancesado en el sentido convencional del término. Quería, sobre todo, que España, el objeto de su pasión cotidiana, adoptara algunas de las formas de convivencia y los métodos de trabajo practicados en Francia", pero su estilo y su constante preocupación eran españoles. También se nos habla aquí del dolor que Azaña sentía ante la atonía secular del pueblo español: "España --escribió-- ha llegado a tal punto de debilidad y decaimiento que ni siquiera le restan fuerzas para mantener despierto su instinto de conservación; ni siquiera para extranjerizarse".
Resulta en verdad apasionante el discurrir por la vida y la obra de este singular español que fue Azaña. Su biografía literaria --y la otra por supuesto-- es una dolorosa ascensión hacia las más altas cumbres del desasosiego. Veía Manuel Azaña la regeneración de España en la elevación del nivel cultural del pueblo, en su capacidad organizativa, en su incorporación a los modos europeístas. Su paso por la política fue el de un intelectual dubitativo, y su caída fue realmente triste.
Marichal esboza esta interesante hipótesis: ¿pudo ser distinta la suerte de España, si en 1931, en vez de proyectarse la persona de Azaña hacia las cumbres políticas, desde la presidencia del Ateneo de Madrid, se hubiera potenciado la del doctor Marañón? Marichal entiende que sí, que la personalidad de don Gregorio no hubiese implicado ningún gesto político renovador, con lo que quizá, no hubiese surgido el gran vendaval que vino después.