Atravesando Sor, la parte continental de la ciudad de Saint Louis, las casas descuidadas se pegaban a la carretera, los puestos de verduras y frutas en el suelo abundaban en las calles y el bullicio de la gente moviéndose de arriba abajo me hizo pensar en Dakar. Fijando mi mirada al frente, vi aparecer sobre los ocho arcos de estructura metálica y vigas de acero el puente de Faidherbe, brazo de entrada al casco histórico de la ciudad.
Al otro lado del puente, ya en la zona vieja, terminó mi trayecto, pues era mi destino final. El coche se detuvo justo al lado del Hotel La Posta. Allí estaba, enfrente del continente, donde se extienden islas de arena que guardan la desembocadura del río Senegal con el océano Atlántico. El sol entraba por los balcones de madera, avivando las paredes de cal de las casas con eflorescencias salinas, de color ocre, azul y amarillo. Miraba los barandales de hierro forjado. A la sombra de los árboles vendían sandalias y las personas se sentaban en los muros a la orilla del río.
Cuatro vías trazaban linealmente la isla de norte a sur. Ya había bajado del coche y caminaba a un ritmo sosegado, propio del lugar donde me encontraba, donde escuchaba salir de los bares música jazz que llenaba mejor aquel instante a uno por dentro. Había también galerías de arte y museos. A la par que iba caminando a la deriva, también buscaba un alojamiento, hasta que llegué a uno. Era una casa colonial de dos plantas donde me acomodaron en una enorme habitación con ocho camas, siendo yo el único huésped. Me gustaba asomarme desde el balcón para ver esas desvencijadas casas y otras no tanto, con doble tejado de barro llenas de enredaderas. El sol pegaba de frente y la gente permanecía sentada a las puertas abiertas de los comercios y restaurantes. Saint Louis me daba un aire a Zanzíbar, ese bello encanto de lo decadente donde daba gusto pasear y detenerse en cualquier esquina porque todo parecía ser sutilmente devorado por los años.
Por eso dejé la mochila y bajé las escaleras de nuevo para salir. En el punto donde me encontraba, el río estaba aún separado del océano al oeste por una estrecha y alargada lengua de arena, y me sorprendió encontrarme en lo que a mí más bien me parecía tres partes de una misma ciudad. Crucé entonces andando a través de otro pequeño puente de hormigón y me encontré en el barrio de Guet Ndar. En el río había toda una escuadra de piraguas amontonadas, las contaba por cientos, por miles.
Las palmeras se inclinaban retorcidas sobre la orilla y se veían las casas hacinadas, mientras perros, corderos y burros husmeaban entre la basura y los caballos bebían agua de grandes calderos. En medio de todo, saltaban los niños que correteaban junto a mí con su natural desparpajo, pidiendo limosna. Cruzaban las calesas cargadas de gente y predominaban las tiendas de especias. Pasaban las mujeres con sus tejidos vistosos, también los musulmanes con sus largas túnicas blancas y su gorro corto, todo en medio de calles enlodadas y un bullicio constante.
El mar parecía entrar en la ciudad, encharcándolo todo y anegando de barro las calles. Había un sabor no tan suave de un lugar iluminado por la luz del sol, con los huecos vacíos que dejan los marineros perdidos cuando salen al océano a faenar. Pescadores de piel negra con cuerpos fibrosos y niños menores de edad aprendiendo el oficio de sus padres cargaban en las piraguas agua, gasóleo y comida para pasar una noche en alta mar. Avanzaban con sus redes verdes y trajes amarillos impermeables, tal cual un ejército se dirigía al frente de batalla, frágiles e inseguros, entregándose al impredecible mar. Todo estaba en movimiento, unos partían, otros llegaban, y las piraguas pintadas de colores, letras y símbolos se cruzaban. Traían sardinas y jureles que los porteadores descargaban y las mujeres salaban o vendían. La suciedad lo rodeaba todo y el olor a mar y a pescado podrido. Sin embargo, era muy interesante estar allí. No sentía temor en medio de tanta carga sensorial, tranquilo sonreía la gente sin extrañeza.
En aquella parte de Saint Louis, un asentamiento de treinta mil personas con más de cuatro mil cayucos en una franja alargada de tierra de apenas doscientos metros de ancho, conocida como "la lengua de la barbarie", se sentía más dura la vida, a diferencia del casco histórico donde unos pocos podían vivir del turismo. Allí, en Guet Ndar, la pesca era el principal medio de subsistencia.
Finalmente, me asomé al océano donde las olas batían fuerte y la playa se convertía en un vertedero de desechos, con toneladas de basura acumulada donde ni siquiera era visible la arena. Me senté en unas escaleras que daban a la playa, mirando el mar, y sentí con claridad que allí terminaba mi viaje por África Occidental, una travesía que había comenzado en Benín y ahora terminaba en Saint Louis.