En tiempos de crisis política y social, la opinión periodística debería ser un espacio de lucidez. Sin embargo, cada vez es más frecuente que se convierta en escenario de desahogos personales, insinuaciones sin pruebas o espectáculos retóricos que confunden más de lo que aclaran.
El asesinato de Miguel Uribe Turbay en Bogotá, Colombia, dejó ver este dilema con claridad. Varias columnas lo elevaron a la categoría de mártir sin matices, mientras otras redujeron su trayectoria a meros cálculos políticos. En ambos extremos faltó equilibrio y rigor. La opinión debería iluminar los hechos, no manipularlos según la conveniencia ideológica.
La tentación del columnista es grande: la visibilidad rápida, el ingenio fácil, el golpe de efecto. Pero una columna, para ser valiosa, debe estar anclada en razones. No basta con la ocurrencia ingeniosa ni con la frase hiriente. Como advertía Aristóteles, la retórica solo se legitima cuando está unida a la verdad y al bien común.
Hannah Arendt recordaba que pensar ya es un acto político porque nos protege contra la banalización de la mentira. Un columnista que escribe con rigor ejerce resistencia frente al hábito de la manipulación. De ahí la necesidad de que la opinión esté atravesada por la ética: sin ella, el ingenio degenera en cinismo y el juicio se diluye en espectáculo.
Fernando Savater lo expresó de manera lapidaria: “La libertad de expresión es el derecho a decir lo que uno piensa, pero también la obligación de pensar lo que uno dice”. Esta frase debería estar enmarcada en la mesa de todo columnista. Porque la opinión no es un capricho personal, sino un servicio a la ciudadanía.
La pregunta fundamental es si quienes escriben entienden que cada palabra publicada no es inocua: tiene consecuencias, moldea percepciones, despierta emociones colectivas y puede, en el peor de los casos, envenena el debate democrático. La ética de la opinión requiere de esa prudencia, de esa mesura que se deriva de la investigación seria, la verificación de hechos y la capacidad de ponderar las múltiples aristas de un acontecimiento.
No se trata de callar ni de uniformar el pensamiento. Sería absurdo pedir una opinión unánime. El disenso es el alma de la democracia. Pensar con rigor —y escribir con rigor— es una forma de resistencia frente a la trivialización de la vida pública. La columna de opinión debería ser una escuela de ciudadanía crítica. Un espacio donde los lectores aprendan a contrastar versiones, a cuestionar narrativas fáciles, a no dejarse arrastrar por la emoción inmediata.
El problema no es solo nacional. En el mundo entero, las redes sociales han alimentado la ilusión de que opinar es simplemente lanzar frases al viento. La inmediatez premia el sarcasmo y la descalificación, mientras relega el análisis ponderado. Pero un columnista no puede confundirse con un tuitero. Su responsabilidad es mayor: poner en contexto, matizar, ofrecer razones.
La opinión pública —ese tejido frágil que sostiene a la democracia— se resiente cuando la columna se degrada en rumor o en consigna. Si la prensa es un espacio de formación ciudadana, cada columna debería contribuir a ese propósito. No se trata de moralizar, sino de ejercer con rigor la tarea de pensar en voz alta.
Hay una línea fina entre la crítica y el ataque personal. Entre el análisis y la insinuación. Entre el ingenio y el juicio. El columnista que cruza esa línea, aunque gane lectores momentáneamente, pierde credibilidad en el largo plazo. La confianza es el verdadero capital del periodismo: se construye con coherencia y se destruye con ligereza.
Un buen texto de opinión no busca aplausos fáciles, sino reflexión. No quiere ser tendencia (trending topic), sino aportar claridad. La ciudadanía merece razones, no desahogos. Esa es la frontera ética que separa al columnista del propagandista, al analista del agitador. Cada palabra es una semilla: puede sembrar comprensión o resentimiento; diálogo u odio.
Colombia necesita más columnas que siembren comprensión. Más voces que ejerzan el derecho a opinar como un deber ciudadano. Más textos que honren la verdad en vez de torcerla. Lo que está en juego es la calidad de las columnas y la salud del debate público. Si la opinión se degrada en espectáculo, pierde su capacidad de pensar con claridad y ofrecer argumentos que contribuyan al debate.
La libertad de expresión no es un escudo para lanzar dardos sin fundamento. Es un privilegio que se acompaña de la obligación de respetar la verdad y la inteligencia de los lectores. Porque el ingenio sin juicio es solo ruido. La lucidez con fundamento, en cambio, es servicio público. Ese es, al final, el oficio de opinar.