La victoria de Trump el pasado noviembre pilló nuevamente a Europa descolocada. Aunque las posibilidades de victoria republicana estaban sobre la mesa, lo cierto es que la Comisión Europea hizo suya la apuesta de Biden, y posteriormente Kamala, por unos EEUU continuistas en su respeto al sistema y las tradicionales relaciones atlantistas. El plan no salió como debía y el magnate ya lleva varias semanas demostrando, a base de decretos y exabruptos verbales, que su próximo Gobierno va a ser una performance no apta para cardíacos.
Los primeros días han estado plagados de propuestas irreverentes, muy del gusto del electorado más fanático y reaccionario. Entre ellas se citan la expulsión inmediata de inmigrantes irregulares, la imposición de aranceles contra México, Canadá o China, entre otros países, así como la promesa de conquista, cual emperador romano, de territorios estratégicos para satisfacer sus intereses económicos. Estas medidas, aunque todavía inefectivas y en ocasiones frenadas por los tribunales, vuelven a colocar a la Unión Europea, principal socio del gigante norteamericano, en una situación delicada, ya experimentada con menor peligrosidad de 2016 a 2020.
Porque sí, contra el continente Trump también ha mostrado su ferocidad, amenazando con frenar inversiones, anteponer sus productos sobre los europeos, aplicar impuestos desmedidos o abandonar la protección del viejo mundo, enmarcada dentro de la OTAN, presente desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Ante esta escalada, las instituciones comunitarias tenían la posibilidad de aplicar la clásica respuesta mesurada, rayando la sumisión más insoportable, o de tomarse en serio su papel como potencia global democrática, alejada por ahora, no sin sobresaltos, de los cantos de sirena autoritarios crecientes en el tablero internacional. Viendo las primeras declaraciones desde Davos y Bruselas, parece que se inicia un cambio de tercio y que la durmiente Europa comienza a desperezarse tras décadas de parálisis y falta de reflejos.
Los objetivos son claros: proteger los productos europeos, aumentar la inversión en defensa, dibujar y establecer unas nuevas relaciones globales, en especial con el hoy desleal socio principal americano, apostar por la tecnología y todo ello sin desmarcarse del clásico multilateralismo.
Un menú muy completo, que responde al baño de realidad recibido tras la reelección del amenazante magnate republicano. Teorizando siempre hemos destacado los europeos, pero el contrapunto práctico se nos suele atragantar. En las próximas semanas y meses habremos de estructurar un plan a futuro que garantice la unidad y la financiación. Un magno listado de medidas ambiciosas que demuestren que el partido continúa y que, aunque sea en prórroga y penaltis, se puede disputar la liga a los gigantes rusos, chino y estadounidense.
La llave del mundo libre ya no la posee Washington en exclusiva. Hoy es Europa, junto con otros socios democráticos en una variedad de latitudes, quienes parecen más decididos a salvar el sistema de las garras de unos megalómanos sin ética ni responsabilidad. Es el momento de que el continente donde nació la Democracia mueva ficha, recupere su peso y contribuya a moldear el nuevo orden mundial.