Pienso constantemente en las magníficas Leyendas de Gustavo A. Bécquer, pienso en las ruinas en su laberinto de piedras derrumbadas, que una vez fueron columnas y sostuvieron edificaciones, y que están ambientadas en sus composiciones literarias. Sobre ellas un cielo plomizo, frente a ellas el sonido de un río calmado, cercándolo el verde húmedo de la vegetación. Ejemplos de estas leyendas son El rayo de luna, La cueva de la mora y El Monte de las Ánimas, leyendas donde sientes las columnas emergiendo de la tierra como memoria del antiguo esplendor cuando las plegarias eran contestadas por los dioses de la Antigüedad, y la sangre del sacrificio corría por un canal abierto a la tierra y en declive hasta un acantilado cercano cortado de cuajo sobre una estrecha playa de guijarros negros. Al filo del abismo, siempre la figura de una muchacha de la que desconocemos si su intención es contemplativa, y que conduce su presencia al lugar, a las ruinas. Más que el romanticismo de la pintura de los relatos, es su tenebrismo el que sobrecoge e invade; provoca vértigo ese equilibrio de la mujer tan al filo de los precipicios. Por un lado, puedo pensar que se contempla la belleza del paisaje, y por otra, que se simboliza que deja atrás la devastación de su existencia para arrojarse a una muerte cierta, única salida a sus desesperanzas. ¿Puede ser que estos pensamientos sean vistos por los ojos de un romántico de la historia literaria de este país? La pintura de las Leyendas de Bécquer es historicista, es bella y a la vez tenebrosa, te embruja, te atrae y te posee. Se puede pensar que los cuadros pictóricos de la escritura del autor sevillano sean más proclives a tendencias abstractas, pero no, son tan reales como el latido de un corazón. Estas obras de arte escritas a mano (las Leyendas), se instalaron hace muchísimos años en el ventanal de mi alma, en el acantilado de la panorámica del amor a la literatura.
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