Durante mucho tiempo escribí sin comprender del todo el alcance de ese gesto. Escribía como quien se habla a sí mismo, persuadido de que las palabras bastaban para ordenar una inquietud interior. En ese período, escribir era un acto privado, desprovisto de consecuencias públicas. No había lectores reales, sino la ilusión de que el lenguaje servía únicamente para esclarecer la propia conciencia.
Con el tiempo entendí que esa inocencia era una forma de ceguera. Cuando las palabras se hacen públicas, dejan de ser un ejercicio personal y se convierten en una intervención en la vida común. Escribir, entonces, deja de ser un refugio y se transforma en una responsabilidad. La pregunta correcta ya no es si escribir, sino para quién escribir y desde qué principios.
Escribo para individuos libres, o para quienes todavía pueden llegar a serlo. No escribo para masas, ni para colectivos abstractos, ni para entidades morales difusas como “el pueblo” o “la historia”. Escribo para ciudadanos concretos, con derechos, deberes y capacidad de elección. La libertad, entendida no como concesión del poder sino como límite frente a él, es el valor que organiza mi escritura.
La experiencia histórica nos ha enseñado que toda concentración de poder, incluso cuando se presenta como benevolente, tiende a degenerar. El poder que promete protección termina exigiendo obediencia. El poder que asegura igualdad acaba sofocando la diversidad. Por eso desconfío de los proyectos políticos que se anuncian como destinos inevitables y de las ideologías que pretenden conocer el rumbo de la historia mejor que los propios individuos.
Escribo contra esa tentación del pensamiento único. Contra la idea de que existe una sola respuesta correcta para todos, una verdad final que justifique sacrificar libertades presentes en nombre de un futuro hipotético. La libertad humana es plural, conflictiva, imperfecta. No admite soluciones totales sin costos morales inaceptables.
Vivimos en sociedades donde el populismo ha aprendido a hablar el lenguaje de la redención. Se presenta como una corrección moral del sistema, pero en realidad debilita sus fundamentos. Reemplaza la discusión racional por la lealtad emocional, el ciudadano por el devoto, la ley por la voluntad del líder. En nombre de la justicia social, concentra poder. En nombre del pueblo, silencia al individuo.
Escribo para advertir que la democracia no se destruye solo con golpes de Estado, sino también mediante la erosión gradual de sus principios. Cuando se debilitan las instituciones, cuando se relativiza la separación de poderes, cuando se normaliza el uso del Estado como botín, la libertad se vacía sin necesidad de violencia explícita. Todo ocurre bajo la apariencia de legalidad.
El caso en mi país, la República Dominicana, no es una excepción, sino una variación local de un problema universal. La política se ha convertido en una administración de percepciones. El dinero sustituye al argumento y la propaganda reemplaza al debate. Empresarios, asesores y comunicadores participan de este proceso porque el poder concentrado ofrece beneficios inmediatos. Pero el costo es alto: una ciudadanía infantilizada, dependiente, resignada.
Escribo para insistir en que la sociedad no puede ser diseñada como un plan central. Ninguna mente, ningún grupo, ningún Estado posee el conocimiento suficiente para organizar la vida de millones de personas sin producir injusticias y distorsiones. El orden social surge de la interacción libre de individuos que persiguen fines distintos. Interferir en ese proceso en nombre de una supuesta racionalidad superior conduce al autoritarismo, aunque se vista de buenas intenciones.
El Estado cumple una función necesaria, pero limitada. Debe garantizar el imperio de la ley, proteger derechos individuales y asegurar reglas claras. Cuando intenta sustituir la iniciativa personal, dirigir la economía o moldear conciencias, deja de ser garante de la libertad y se convierte en su principal amenaza.
La educación, desde esta perspectiva, no debe formar súbditos ni creyentes, sino individuos críticos. Personas capaces de cuestionar al poder, de detectar falacias, de resistir la seducción de las soluciones simples. Una educación que no fomenta el pensamiento autónomo prepara el terreno para el autoritarismo, incluso cuando se presenta como progreso.
Escribo también desde una experiencia personal que refuerza estas convicciones. Escribo para que mis hijas no tengan que depender de favores ni someterse a jerarquías arbitrarias para ejercer su profesión. La libertad no es una abstracción teórica. Se manifiesta en la posibilidad concreta de vivir sin miedo, de trabajar sin humillación, de prosperar sin pedir permiso.
A veces escribo para tomar distancia de una realidad saturada de consignas y promesas. No creo en líderes providenciales ni en salvadores históricos. El liberalismo me ha enseñado a desconfiar de quienes prometen felicidad colectiva a cambio de obediencia individual. Prefiero una sociedad imperfecta pero libre a un orden supuestamente justo que exige sumisión.
Escribo para resistir el pesimismo de quienes creen que nada puede cambiar sin un poder fuerte que lo imponga. La historia demuestra lo contrario. El progreso humano ha sido, casi siempre, el resultado de la libertad, no de la coerción. De individuos que pudieron pensar, crear y equivocarse sin ser castigados por desviarse del plan.
Pienso en el futuro cuando escribo. Pienso en mi nieto y en la sociedad que heredará. No quisiera que crezca en un país donde la libertad sea un recuerdo retórico y el Estado decida por él qué puede decir, pensar o aspirar. Escribo para afirmar que la sociedad abierta no es un destino garantizado, sino una conquista frágil que debe defenderse todos los días.
Al final, escribo para otros individuos libres. Para quienes entienden que la libertad no es cómoda ni segura, pero sí indispensable. Para quienes saben que sin límites al poder no hay justicia duradera. Escribo porque la palabra, ejercida con rigor intelectual y sin concesiones morales, sigue siendo una de las formas más eficaces de defender la libertad humana.