Candela

Vivienda y política

Aunque el actual gobierno inició su andadura en junio de 2018 es ahora, 7 años después, cuando parece se ha enterado que la vivienda social en nuestro país es tan exigua que no cubre las necesidades de la población demandante.

La simple estadística resulta tan diáfana como esclarecedora. En España solo el 2,5 por ciento del parque corresponde a vivienda social, frente al 9,3 por ciento que representa la media europea.

Aunque, a fuer de sincero, debo reconocer que no es exacto que nuestro presidente tenga ese tema en el «monte del olvido» —como el cantar—, porque en las campañas electorales —solo entonces— vaya si lo menciona.

En esos mítines —cada día me recuerdan más a los cultos de las iglesias evangélicas, tan abundosas por Hispanoamérica—, a los que solo acuden los más «cafeteros» y aplauden lo que sea, es donde el «one» ha anunciado promociones de viviendas a troche y moche. Y hasta ha comprometido «pila de cualtos» —que dicen por el Caribe— para tal fin. Incluso llegó a asegurar que diversos terrenos, en lo que fueron viejos cuarteles del ejército, estaban ya comprometidos para levantar incontables viviendas a jóvenes y menesterosos varios. Y allí, permítame les diga, servidor se tomó la molestia de visitar uno de esos lugares en actitud prospectiva y, ni se encontró merodeando al juez Peinado, ni vio que se hubiera movido un solo terrón del suelo.

¡Margarita…, Margarita…! Que te vas a condenar por cómplice en semejante sarta de bulos y trolas.

Pero volvamos al número uno y no nos perdamos con la subalterna, por más que ministra y paisana sea.

Atiendan amigos, que lo estoy visualizando: allí subido, en loor de multitud —y casi hasta de mística santidad—, desde el atril mitinero declamando o evangelizando —no le veo diferencia—, gallardo y aterciopelando la voz: «Esta será la legislatura de la vivienda» —aplausos fervorosos de los suyos—. Y prosigue, «el compromiso de este gobierno de progreso es construir 183.000 viviendas, que ya están en marcha» —y más aplausos, ahora entusiastas y desatados, con un público entregado y al punto del paroxismo—. Un servidor se permite sugerir refuerzo en asistentes sanitarios y ambulancias medicalizadas por el riesgo de golpes de emoción, ardentías o algún inoportuno vahído dado el perfil y edad del colectivo presente —largo en canas y romo en reflexión—, que mayoritariamente consume ese producto caduco y viejuno.

Pero como a los políticos hay que juzgarlos por lo que hacen y no por lo que dicen —el papel y el megáfono aguantan casi todo, hasta las mentiras— pues al final se constata, una vez más, que a este «Hércules de Paiporta», Dios le ha dado dos bocas, aunque de ninguna ha salido una sola verdad.

Me explico: que traía malas mañas se hizo evidente desde un principio. Les voy a recordar una inicial trola —lo de la tesis lo dejamos a un lado—, que pasó relativamente desapercibida.

Le hicieron una entrevista al bisoño presidente recién aposentado en el Palacio de la Moncloa —verano del 2018–. La pregunta inicial del entrevistador, para abrir boca y relajar el tema fue inocua y de un carácter estrictamente personal: «Presidente, ¿que es lo primero que ha ordenado en cuanto ha llegado a su nueva residencia?». A lo que, dudando y como pillado por sorpresa sólo supo contestar: «ordené cambiar los colchones y poner unos nuevos» —risas cómplices entre entrevistado y entrevistador, naturalmente, de un medio amigo—.

La respuesta, que hubiera podido entenderse como alegórica, en el sentido de diferenciarse del anterior inquilino y entendible por aquello de «los que duermen en un mismo colchón se vuelven de igual condición»—, no tenía carácter político y más, sabiendo que a Rajoy le consideraba un político «indecente» —toma insulto y fango Marianico—. Sencillamente fue una ocurrencia —falsa, como todas y fraudulenta, como él— pronunciada con rotundidad y sin inmutarse.

¡Pero era mentira! Porque poco tiempo después alguien hizo público, desde los servicios domésticos de Moncloa, que con cada cambio de Presidente los colchones se renuevan de manera automática, por protocolo e higiene, previa la llegada del nuevo inquilino y su familia.

Luego, queridos lectores, no es que Pedro Sánchez haya olvidado la palabra verdad por mor del cargo y el estrés que procura, ¡no!, su condición de embustero y falsario ya lo traía impreso de fábrica. Miente hasta en las menudencias, porque él no es otra cosa que un puro embuste, hijo de engaños y el mejor adalid de patrañas, turbiedades y escapismos.

Pero su desgracia es que se le nota mucho. Como cuando, por ejemplo, quiere simular una sonrisa impostada —en sede parlamentaria, todas—, pero es delatado por unos maseteros hipertrofiados. Tanto, tanto, como sus bulos e invocaciones al ruido y al fango. Justamente ese que él fabrica de manera incontinente.

Y con el tiempo, la hemeroteca y sumando sus crecientes e inacabables embustes, el personaje se ha convertido en un saco podrido e infecto, un auténtico muladar de hipocresías y falsedades. Característica, según los psicólogos clínicos, del mentiroso compulsivo que ameritaría cita en el área de psiquiatría, con fecha de consulta para dentro de un par de años, dados los plazos que aplica actualmente la sanidad pública y que su gestión ha contribuido a deteriorar y enlentecer.

Pero volvamos al tema de la vivienda, para no perdernos en anécdotas y el perfil sociológico de este morral de mendacidades.

El espurio y fraudulento gobierno de progreso, habida cuenta no es capaz de dar una respuesta real y positiva a las necesidades de la vivienda —lo de la construcción se le antoja lejano y costoso— ha optado, de la mano de las fórmulas comunistoides que promocionan sus socios (lo del PNV no se puede entender, salvo por el vicio adquirido en seguir recogiendo nueces, rolex o algún palacete en Paris), por intervenir el mercado del alquiler.

Se han sacado de la manga, de la fábrica del mal que es el nutrido grupo de ideadores y creativos ubicados en la Moncloa, —para mi que debe ser lo más parecido al Estado Mayor de Lucifer— el invento ese de las «zonas tensionadas», para fastidiar a los propietarios de viviendas y, de tal suerte, impedir la libertad de empresa, de mercado y de acuerdo entre partes. Eso sí, con el argumento y excusa del alto precio de los alquileres.

Es decir y hablando en román paladino, la idea del gobierno es, dado que ellos no van a construir o de hacerlo sería con carácter simbólico y nada que solvente realmente el problema, facilitar viviendas de alquiler a costa de los actuales propietarios. Unos propietarios —usted o yo, por ejemplo— que, en su mayor parte, no son otra cosa que trabajadores sencillos, ahorradores de muchos años que con esfuerzo y sacrificio adquirieron una segunda vivienda para complementar la exigua pensión que les pagaría la Seguridad Social.

Es decir, «este gobierno hace caridad y es social… pero a costa mía…, ntj» —permitan la abreviatura, por si hubiera niños delante— me decía ayer, quemado como un ascua y con la furia de un miura, mi amigo Juncal, cuando le llamaron de la inmobiliaria para decirle que a pesar del contrato que firmó con su inquilino, sólo podrá subir este año un 2 por ciento y no el IPC pactado. ¡Porque lo dice este gobierno de progreso de mis ….! —aquí prefiero evitar hasta las abreviaturas, porque el nivel de enojo del bueno de Juncal sólo sería comparable a los exabruptos disparatados del clan ese de los gallos de Valladolid—.

Ahora, por más que lo quiere Belarra, lo pida la gallega rubia de frasco, lo sugiera Colau —que Dios tenga en el olvido— o lo reivindique ese inventado sindicato de inquilinos que se han montado los de Podemos, estos sencillos caseros no son grandes tenedores, ni megapropietarios, ni socimis, ni la Sareb, ni bancos con un gran parque de viviendas en reserva ¡Se lo juro por los clavos de Cristo, que conozco a varios, todos buena gente y, además, de orden!

Lo que el gobierno está consiguiendo es que, ante la injerencia e invasión competencial y vulneración de acuerdos entre partes, el propietario —atemorizado y bastante cohibido por tal accionar— esté retirando del mercado su vivienda y prefiera venderla o aparcarla a la espera de mejores tiempos.

Y si fuera poco desmotivador lo narrado, el asunto se remata con la cobertura moral, jurídica y policial que desde el gobierno y sus socios progres, verdes, wokes y extremistas —comunistas todos, en definitiva—, se está dando a los okupas de viviendas, en cualquiera de sus diferentes y numerosísimas variantes. Y para más bemoles, pretenden sacar un decreto ley donde se hará casi imposible desalojarlos.

Con este panorama, el resultado final, como se ha hecho evidente, es que el mercado de viviendas alquilables se retrae, los demandantes aumentan y, en consecuencia, los precios se encarecen inexorablemente ¡Matemática pura!

Concluyendo, nos encontramos con un problema creado por un gobierno al habría que recordar que las leyes del mercado no pueden establecerse a capricho desde despachos, desde su ideología retardataria, ni mucho menos desde el rencor y resentimiento contra empresarios, empleadores y propietarios.

¡Porque es el mercado, idiotas!