La Receta

En la trastienda del ingenio: las tertulias de rebotica madrileñas

Hubo un tiempo —no tan lejano— en que las farmacias madrileñas eran más que lugares donde se despachaban píldoras y jarabes. Detrás del mostrador, se abría la rebotica, ese pequeño santuario del ingenio donde se charlaba de política, de literatura o de los males del país mientras el boticario, en ocasiones, molía, medía y pesaba.

En aquellas reboticas —auténticos clubes de pensamiento sin cuota— se juntaban médicos, abogados, profesores y algún curioso, de los que nunca faltan. No existía televisión, y el tertuliano de entonces necesitaba de la conversación como hoy necesita del móvil.

El escritor y farmacéutico José Luis Urreiztieta, que en los años ochenta recopiló una deliciosa antología sobre Las tertulias de rebotica en España, las describía como lugares donde “el ruido de los morteros competía con el de las ideas”. Y no le faltaba razón. En esas trastiendas se tramaron revoluciones, se escribieron versos y se fraguaron amistades que dieron brillo a la historia intelectual del país. 

En Madrid hubo muchas, y célebres: desde la del doctor José Hortega en la calle de la Montera que fue el germen de la Academia de Medicina hasta otras muchas, como la ‘sociedad patriótica’ constituida en la botica de la calle Mesón de Paredes en el trienio liberal, o la del doctor José Giral, en el número 35 de la calle Atocha, que fue una de las más agitadas. Allí, en 1923, un grupo de republicanos se reunía para conspirar contra la dictadura de Primo de Rivera. Un día apareció Manuel Azaña, y Giral exclamó: “¡Hemos encontrado al hombre que necesita la República!”. No se equivocaba, aunque ahora sepamos que sí: de aquella rebotica saldría el germen del partido Acción Republicana. Los enemigos de Giral, ya ministro de Marina, solían bromear diciendo que su nombramiento se debía “a su conocimiento de los botes”.

Pero no todas las tertulias olían a pólvora política. Algunas tenían más aroma de verso, de ciencia, e incluso de tauromaquia. La botica de Antonio Moreno Bote era una tertulia taurina, que ha pasado a la historia. En la del doctor Chicote en la Calle Ancha de San Bernardo, modelo de las esencias del romanticismo, se habló más de ciencia que de política. En la farmacia del poeta y farmacéutico Federico Muelas, en la calle Gravina, se reunían nombres de postín: Camilo José Cela, Sánchez Mazas, García Nieto o Pedro Toral, entre otros. Muelas, que alternaba la poesía con el mortero, decía de sí mismo: “Sé algunas cosillas raras que me hacen feliz. No sé ganar dinero”. En torno a su camilla de tapete verde se mezclaban el humor, la crítica y alguna copa de anís.

El alma científica de la época también tuvo asiento en alguna rebotica. El joven Santiago Ramón y Cajal, antes de convertirse en premio Nobel, frecuentó farmacias madrileñas para intercambiar muestras, fórmulas y pareceres con los boticarios ilustrados. Entre frascos de quinina y morteros de mármol, discutía sobre microscopia y dibujaba neuronas con la misma pasión con que otros disertaban sobre política o poesía. La rebotica era, para él, un laboratorio de conversación y descubrimiento.

Hoy, las tertulias de rebotica son ya historia. Sobreviven apenas dos herederas, ya fuera de una farmacia: la Sección de Farmacia del Ateneo, que dirige con entusiasmo Daniel Pacheco, donde aún se conversa con erudición y respeto, y La Filoxera, una pequeña tertulia con más de cuarenta años de vida que mantiene vivo el espíritu del debate cordial entre farmacéuticos, escritores y amigos. En ambas todavía se habla de ciencia, de arte y de política, e incluso de toros, pero sobre todo de la vida, que es el mejor tema, y casi siempre de Farmacia.

Quizá no haya que lamentar su desaparición, sino recordar que fueron una fórmula magistral: mezcla de saber, ironía y amistad, elaborada ‘secundum artem’, como mandan los cánones. 

En aquellas viejas reboticas de Madrid, entre probetas y retratos amarillentos, se curaban cuerpos, pero también se fortificaba el espíritu. Y si alguna vez alguien pregunta qué fue de ellas, bastará con responder: fueron el lugar donde España pensó, rió y soñó, mientras el boticario seguía ejerciendo su oficio, sin saber que estaba fabricando historia.