Hay nombres que, por sí solos, bastan para evocar el descenso del hombre a los infiernos. Josef Mengele y Víctor Capesius fueron colegas de ciencia —médico uno, farmacéutico el otro— y ambos sirvieron en el mismo escenario del horror: el campo de concentración de Auschwitz. Su presencia allí, donde la técnica se puso al servicio del exterminio, marca uno de los capítulos más sombríos de la historia contemporánea. Su ejemplo revela algo todavía más inquietante: cómo profesiones nobles, destinadas a aliviar el sufrimiento humano, pueden ser pervertidas hasta el extremo de convertirse en instrumentos de muerte.
Mengele, apodado “Ángel de la Muerte”, fue el emblema de esa depravación científica que vistió de bata blanca. Médico formado, culto, incluso refinado, se transformó en el juez supremo de la vida y la muerte. Sus experimentos son el paradigma de lo que no se puede hacer en la experimentación con seres vivos. Su figura encarna la metamorfosis del saber en arrogancia, de la ciencia en superstición política. Era la negación absoluta del juramento hipocrático, la burla a la idea misma de humanidad.
Víctor Capesius, en cambio, representa un matiz diferente del mal. Farmacéutico de origen transilvano, educado en las mejores escuelas y empleado de Bayer antes de la guerra, llegó a Auschwitz como comandante de las SS, jefe de la farmacia. Su labor debía ser, en principio, técnica y limitada: distribuir medicamentos, mantener el orden en los depósitos, asistir a los médicos, aunque al parecer no tuvo contacto con Mengele. Pero pronto se vio implicado en la selección de prisioneros para la cámara de gas, y en la incautación de joyas y pertenencias de los deportados. Algunos testigos recordaron su amabilidad; otros, su fría eficacia. Se dijo que había protegido a algunos prisioneros farmacéuticos, haciéndoles trabajar en la farmacia. Esos gestos, aunque reales, no bastan para redimirlo: el que permanece dentro del engranaje del mal, aun actuando con cortesía, continúa siendo parte de él.
Sin embargo, el contraste entre Mengele y Capesius no puede despacharse con una simple escala de crueldad. El primero se creyó demiurgo, creador de una nueva humanidad; el segundo, quizá, un funcionario obediente que cerró los ojos. Entre ambos media la diferencia que separa al fanático del cobarde. Uno experimentaba con gemelos en nombre de la raza; el otro no tuvo inconveniente en seleccionar a los prisioneros para la vida o la muerte. En los dos casos, la inteligencia y la formación se pusieron al servicio de la barbarie.
Tras la guerra, la justicia humana fue desigual. Mengele huyó a Sudamérica y murió impune, ahogado en una playa brasileña, mientras el mundo seguía buscándolo. Capesius, en cambio, fue juzgado y condenado a nueve años de prisión, una pena leve para su responsabilidad. Cumplió su condena y regresó a su hogar en Göppingen, donde sus vecinos le recibieron con aplausos al entrar en un concierto, ironías de la vida. Murió libre, con la consideración de un ciudadano respetable. Aun así, su historia resulta acaso más perturbadora que la del médico demoníaco: porque demuestra que el mal no siempre lleva cuernos ni uniforme negro, sino que puede ocultarse tras la sonrisa de un hombre correcto, un padre de familia, un farmacéutico de confianza.
Al contemplar estas vidas, la pregunta inevitable es qué hubiéramos hecho nosotros. ¿Habríamos tenido el valor de negarnos, de resistir, de morir por no servir al horror? No es fácil imaginarlo desde la seguridad de nuestros tiempos.
Mengele y Capesius no son solo figuras del pasado. Son advertencias permanentes sobre la fragilidad de lo moral y la facilidad con que se traicionan los valores de las profesiones más nobles. Ninguno de los dos merece disculpa; y, sin embargo, ambos nos obligan a mirar dentro de nosotros mismos, allí donde el bien y el mal se confunden bajo la apariencia de lo normal.