Así rezaba una antigua publicidad de una tarjeta de crédito que, creo, ya ha desaparecido de la escena de los plásticos “útiles” para sentirse lo que uno no es.
El ser humano es un homo socialis por naturaleza: la necesidad de pertenecer a un grupo es algo innato. Platón lo expresó en La República: “El hombre no puede bastarse a sí mismo”.
Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, desarrolla el fundamento teológico y natural de la sociabilidad. Afirma el Santo que el ser humano está orientado al bien común y requiere de la comunidad para alcanzar su perfección moral y espiritual.
Como un signo indeleble, ha quedado grabada en nuestra esencia esta necesidad del otro, esta comunión donde los unos dependen de los otros para obtener un resultado diverso. No hace falta ser un gran intérprete de verdades reveladas para darse cuenta de tal funcionamiento. La familia, como origen de toda sociedad, es la muestra más clara de ese camino indiscutido. Pero también lo es la comunidad que construye una cultura, o la empresa que se forma por diversas piezas humanas indispensables para lograr su funcionamiento.
Sin embargo, existe hoy una realidad que crece día a día. Como explicaba en mi artículo anterior, esta “cultura del descarte” ha generado una nueva forma de no pertenecer, o de pertenecer excluyendo al otro.
Sin ser reiterativo, los porcentajes de personas que se sienten fuera de su propio grupo familiar son alarmantes. Y ni hablar de otros ámbitos, como el laboral o el político.
Sigmund Freud lo expresó con claridad meridiana: “El ser humano necesita de la sociedad, aunque ésta reprima sus impulsos”. La vida social —decía en El malestar en la cultura— es una tensión incesante entre el deseo individual y las normas que garantizan la convivencia.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando esas normas, que deberían sostener el contrato social, se quiebran? Cuando se orientan hacia nuevos paradigmas, desconocidos e impredecibles, que permiten a determinados grupos arrasar con las libertades de otros.
Aquellas barreras que creíamos superadas —la discriminación etaria, religiosa, sexual, racial, física o de cualquier otro tipo— vuelven a cruzarse con inquietante facilidad. Hoy observamos, atónitos pero no tanto, el grito de niños asumiendo violencia racial y
religiosa. Aceptamos con pasmosa serenidad que, en ciertos lugares del mundo, se arme a niños y se les enseñe a matar... todo ello, también, con el fin de pertenecer.
Después de todo, ese privilegio de pertenecer parece no ser suficiente si no se acompaña de un sentido.
En palabras de Viktor Frankl: “La plenitud humana se alcanza en la autotrascendencia, en el amor y el servicio al otro”.
Solo entonces la dimensión social cobra su verdadero sentido: el de la vida y la realización existencial. Muy distinto de la mera pertenencia que propone el mundo de hoy, vacía de sentido y de trascendencia.