Desde que el ser humano tiene memoria, la duda ha sido la gran chispa del conocimiento. No fueron las certezas las que hicieron avanzar a la humanidad, sino la sospecha de que algo podía no ser como parecía. Sócrates lo expresó con su célebre “solo sé que no sé nada”; siglos más tarde, Descartes propuso la duda como método para construir la ciencia moderna. Y todavía hoy, en la era de la inteligencia artificial, seguimos dependiendo de esa misma herramienta: la pregunta que abre caminos.
Pero la historia también muestra el lado oscuro de la verdad: el peligro de aferrarse a una sola parte de ella y convertirla en dogma. El filósofo y educador Jiddu Krishnamurti lo ilustró con una antigua fábula india, la de los ciegos y el elefante. Cada ciego toca una parte distinta del animal: uno sostiene que es como una pared, otro que es como una cuerda, otro que es como un árbol. Ninguno se equivoca del todo, pero todos están atrapados en una visión parcial. Si cada uno defiende su versión como la única, el resultado no es conocimiento sino enfrentamiento.
Esa metáfora es dolorosamente actual. Pobres equivocados son quienes, sin intentar ampliar su mirada, se encierran en su fragmento de verdad y lo defienden a gritos, con acusaciones, insultos o incluso con la violencia de la guerra. Así han nacido conflictos religiosos, ideológicos y políticos a lo largo de la historia. Quienes se aferran a una verdad mutilada se convierten en fanáticos dispuestos a matar y a morir por lo que creen absoluto.
Más grave aún es el papel de quienes conocen una verdad más amplia, pero la ocultan deliberadamente por conveniencia. Esa ocultación no nace de la ignorancia, sino de la cobardía o la perversidad. Son los que manipulan datos científicos porque no convienen a sus intereses económicos, los que tuercen hechos históricos para sostener un nacionalismo excluyente, los que alimentan prejuicios racistas o antisemitas para reforzar su poder. Su silencio o distorsión no es inocente: es una forma de violencia intelectual que degrada a la sociedad.
La guerra actual entre Israel, Hamás y otros actores de la región es un ejemplo dramático de cómo se manipulan y ocultan verdades. Cada parte exhibe solo aquello que conviene a su relato: unos silencian la brutalidad de los ataques terroristas que desencadenaron la espiral; otros ocultan el sufrimiento desgarrador de la población civil en Gaza. Los gobiernos locales construyen su narrativa para fortalecer el control interno, mientras potencias internacionales —desde Irán hasta Estados Unidos, pasando por Rusia, Turquía o Catar— intervienen según sus propios intereses geopolíticos y económicos. La propaganda se convierte en un frente más de batalla: medios de comunicación y redes sociales transforman hechos complejos en consignas simplistas que polarizan a la opinión pública mundial.
Las verdades ocultas abundan: los vínculos de Hamás con estrategias regionales de desestabilización, el uso cínico de la población civil como escudo humano, los cálculos políticos en Israel para sostener gobiernos debilitados, la indiferencia de actores internacionales que instrumentalizan el conflicto como moneda de cambio en otras negociaciones. Todo ello hace que la guerra se convierta no solo en un enfrentamiento militar, sino en una lucha feroz por imponer un relato. Y cuando la narrativa se impone sobre los hechos, la paz se vuelve inalcanzable.
La verdad nunca es propiedad privada. Es, en el mejor de los casos, una construcción compartida, una aproximación que se renueva con la duda y con el diálogo. Negarla, mutilarla o encerrarla en un dogma significa renunciar al conocimiento y condenarse a la ceguera.
La duda, lejos de ser una debilidad, es la mayor fortaleza de la humanidad. Nos ha permitido descubrir continentes, curar enfermedades, poner satélites en órbita y escribir constituciones. Pero también nos recuerda que ninguna verdad es total y definitiva. Nuestra responsabilidad no es gritar que poseemos la única respuesta, sino abrirnos a la complejidad y defender el derecho colectivo a seguir preguntando.
Quizás la lección más urgente hoy sea la de Krishnamurti: no aferrarse a un fragmento como si fuera el todo. La verdad es amplia, infinita, y solo en la búsqueda común podemos acercarnos a ella. Lo contrario —el fanatismo o la manipulación— nos lleva, una y otra vez, al desastre.