El despotismo es una enfermedad del alma que nace del orgullo y se alimenta de la adulación. —Montesquieu
Dirigir una nave en mitad del oleaje requiere necesariamente de un buen capitán, que sea firme y además conocedor de las corrientes y los vientos. Sin embargo, en España, todos suspiramos porque tenemos confiado el timón a quien no ha visto más saber y amor por la Patria que el brillo de sí mismo. Ese es Pedro Sánchez, en verdad no es un tipo instruido, ni siquiera es un prócer ilustre, antes bien, perfectamente podríamos calificarlo de hombre vulgar que está más presto a la prestidigitación retórica que al recto gobierno. Mi difunta madre, dama sagaz en sentencias, hubiese dicho de él que es la antítesis de la concupiscencia, y yo sin llegar a tanto creo ver en este presidente un compendio de vicios, pues goza de un singular virtuosismo que solamente florece en el terreno más estéril del propio egoísmo.
Le gusta mucho, según vemos, hacerse llamar “el Presidente”, título al que se aferra como buen hortera y nuevo rico. Su figura recuerda al charlatán de mercadillo que realiza muchos aspavientos y muestra gran rebrillo, pero todo lo hace con poco fondo. Pedro es en realidad el ídolo de una plebe crédula, de aquellos que veneran más lo que reluce que lo justo. Nuestro presidente es un insolente por naturaleza, un villano, un personaje que antaño hubiese sido objeto del desdén de todos los ilustrados, no obstante, reconozco, que ha hecho gala de un talento indiscutible al rodearse de iguales. Camina con un séquito que se comportan como fieles vasallos, un generoso grupo de espíritus extraviados, acólitos del desconcierto y émulos de una ilimitada ineptitud. Empero, todos ellos saben que en cualquier instante les negará tres veces, al igual que con Ábalos, de quien resulta que ahora no sabe.
Con todo, escuchaba días atrás a un locutor de radio que comentaba en relación con unas declaraciones del susodicho Sánchez, que eran “un insulto a la inteligencia de los españoles”. Ahora mismo querría decir ¡qué gran verdad!, aunque sin duda lo diría con tembloroso aliento. Cabe preguntarnos, ¿qué juicio encierra de quien, pretendiendo conquistar al pueblo, se reviste de bonhomía para ocultar la flaqueza de su carácter? Personalmente no sé si será cobardía lo que Sánchez busca disimular con modales dulzones, pero me embarga la duda. Desconozco también, por supuesto, la escala de valores que ha utilizado aquel periodista para ponderar tantísimo la inteligencia de un pueblo y, ante eso me pregunto, si habrá utilizado una brújula extraviada entre las brasas del sol.
Mas sin pretender zaherir al español por el mero gusto del insulto, confesaré con mucho pesar que nuestro pueblo, al igual que este humilde escribidor de letras, no somos un reflejo de la ilustración. Es evidente que en este pueblo nuestro prospera un analfabetismo perezoso y una necedad jactanciosa. Sin irnos muy lejos, con frecuencia observamos como el general de la población aplaude indistintamente a quien le roba, defiende al que esquilma y se deja embelesar por quien les adormece con himnos fabulosos. Este esperpento alcanza su más alta cumbre cuando ese mismo pueblo celebra retratarse con delincuentes y terroristas, o cuando vitorean al que trafica hasta con la honra pública, o también cuando auténticos analfabetos intentan triturar a jueces que con razonamientos jurídicos entendieron un hecho y dictaron una sentencia.
Sorprendido con este comportamiento, también desconozco qué esperanza cabe en una nación que reiteradamente se inclina ante vendedores de humo y mentirosos. Vivimos nuestra cotidianeidad junto a un pueblo que elige permanentemente, pero sin medir virtud ni capacidad. Vivimos junto a electores que únicamente se guían por filiaciones heredadas sin atender a nada y es que, aunque transcurran mil siglos continuarán repitiéndose las mismas sentencias. El mismísimo Cicerón escribía por el siglo I, a.C., que el pueblo no debe temer al gobernante sabio, sino al ignorante que se cree sabio. La política, sin duda, parece un torneo y no una empresa de responsabilidad común, es el poder de un pueblo que no critica al gobernante vanidoso y además, frente a eso clama y repite con fuerza: ¡yo siempre he sido de…! Es algo sorprendente, pero sobre todo porque arguyen con arrogancia y esa disculpa les parece una razón suficiente para justificar décadas de ceguera.
Vivimos, pues, ante una masa que no duerme, sino que fantasea, estamos frente a una sociedad ofuscada que ovaciona al más ruin. Pero siempre ocurre que, cuando el delirio se torna norma, entonces no permite distinguir al sabio del necio, ni tampoco al listo del inteligente o al válido del incapaz. En las plazas públicas todavía resuenan los ecos de quienes premian la desvergüenza y ensalzan al inculto, pero también de gente que sigue adorando a nulidades engalanadas. Quiero creer que no todo está perdido, que la tinta aún fluye y que la palabra todavía vibra —aunque en este instante casi nadie lea—.
Tal vez, quizás, y también probable, nuestra misión sea recordar con tesón —y sin ira— que la inteligencia no reside en epígrafes ni en diplomas, sino en la hondura del pensamiento, en la rectitud del juicio y en la memoria de lo que un día fuimos y pudimos llegar a ser.