Cuando era un niño en el puerto de Buenaventura, íbamos hasta el Muelle Viejo, el Rengifo, el que precedió al que construyó la Raymond, a pescar con nuestro padre. No había mayor alborozo que un anuncio de pesca en el “muelle viejo”. Mi hermano mayor era el más avezado en esto de sedales y anzuelos, y de cuando en cuando pescaba jureles y pargos lunarejos. Lo peor que podía pasarnos, pescadores en ciernes, era tener que luchar con una anguila - se enroscaban en el cordel- o pescar un aborrecible “tamborero” que, por supuesto, no se trataba de un pez percusionista, sino del pez globo.
El “tamborero” continúa catalogado en el Pacífico colombiano como “basura del mar”, debido a mitos muy arraigados. Es un pez no propiamente agraciado; su piel superior es terrosa, con rayas amarillas, tiene los ojos desorbitados y dientes grandes, capaces de partir anzuelos; su panza es blanca y de consistencia carrasposa, como esponja. Cuando está fuera del agua, se le rasca la barriga e inmediatamente se infla como un balón; de ahí su nombre universal de “pez globo”. Jugar fútbol con un “tamborero” sobre los viejos planchones oxidados dejados ahí por la Raymond, hacía parte del paseo, en tiempos en que este pez todavía no era considerado nuestro hermano “sintiente”. Alguna gente comentaba que la carne de pez globo sí era comestible. Un día juré que probarlo sería quizá lo último que haría en la vida.
Parte del mito tiene que ver con una membrana venenosa que posee, y que es necesario reconocer y retirar antes de ser consumido. Puede matar por asfixia en menos de 20 minutos. En Japón, su carne es muy apreciada; un plato de “tamborero” puede costar hasta 75 dólares, el mismo precio de un barril de petróleo. Me pregunto ahora por qué la Universidad del Valle no contribuye a enseñarle a las gentes del Pacífico a consumir y comercializar este precioso recurso. Lo que para nosotros es “basura”, para los japoneses es lo más refinado del mar. De hecho ellos lo exportan desde Buenaventura, al igual que las aletas de tiburón.
Hace unos tres años rompí mi juramento y probé pez globo en un restaurante filipino de Toronto, Canadá. ¡Manjar de dioses!, tanto como la mantarraya frita, bañada en salsa de tamarindo, otro plato especial de un restaurante filipino en la zona asiática de Toronto.
No creo haber probado muchas cosas extrañas, hasta hoy, además de venado y una cabeza de jabalí en un restaurante cercano a un coto de caza en la frontera entre España y Francia, frente a los Pirineos, pero puedo decir que en mi plena adultez perdí el pudor por muchas cosas que en nuestra cultura no se consideran comestibles. No obstante cada vez que comento en Estados Unidos o Europa que en Colombia hay un lugar donde comen hormigas, debo estar preparado para ver gestos de desagrado.
La reflexión anterior tiene que ver con el escándalo que provocó en Dinamarca el príncipe Enrique, cuando manifestó abiertamente su gusto por la carne de perro; el príncipe dijo que casi cualquier carne bien adobada, es provechosa. Súbditos alegaron que quizá este pensamiento tiene que ver con su temprana educación en Asia, donde el consumo canino es normal.
No se sabe en Colombia de comunidades que consuman perro, excepto Cartagena y Quibdó, en tiempos de históricas hambrunas. La carne de mula y de caballo, tan apreciada en las carnicerías de París, ha sido objeto de cierre de negocios y multas cada vez que es descubierta en un expendio de Colombia.
¿Y usted, qué nuevos sabores estaría dispuesto a probar?