Durante más de dos siglos, María Antonieta ha sido el comodín perfecto de cualquier conversación fácil sobre frivolidad. La reina que despilfarró, la extranjera que no entendía a su pueblo, la mujer que supuestamente dijo aquello de “que coman pastel” mientras Francia ardía de hambre.
Pero lo asombroso -y lo perturbador- es que esa frase jamás salió de su boca. Fue el rumor más exitoso de la Revolución Francesa: una frase nunca pronunciada que justificó el odio de todo un país.
Detrás de la leyenda hay una persona mucho más compleja. Una joven austriaca de 14 años, arrancada de su familia para ser moneda diplomática en un matrimonio que ella no eligió. Una adolescente que llegó a Versalles con un solo mandato: producir un heredero. Durante siete largos años, el delfín Luis no consumó el matrimonio. Francia entera murmuraba. Europa se reía. En los pasillos palaciegos la llamaban “la austriaca inútil”. No era reina aún, pero ya era culpable de todo.
La verdadera tragedia de María Antonieta no fue la decapitación: fue Versalles.
Una jaula de oro donde cada gesto -cómo caminaba, cómo miraba, cómo se sentaba, cómo comía- era fiscalizado por decenas de ojos hambrientos de escándalo. En aquella corte obsesionada con el teatro social, la joven reina se refugió en lo único que podía controlar: su estética.
Sí, gastó en vestidos, en peinados imposibles, en el pequeño palacete de Trianón donde jugaba a ser libre por unas horas. Pero habría que preguntarse:
¿Qué haría cualquiera si la única libertad posible fuera imaginar otra vida?
La joven madre a la que el pueblo caricaturizaba como monstruo, se desvelaba por sus hijos y por un país que jamás la perdonó por no ser francesa. La odiaban por respirar. La odiaban por existir.
Cuando la crisis económica golpeó Francia, la explicación fue sencilla:
Todo era culpa de ella.
No de décadas de guerras ruinosas ni de un sistema fiscal insostenible.
La víctima perfecta estaba a mano.
El pueblo pedía cabezas porque alguien había convencido a media Francia de que la reina se bañaba en leche de burra mientras ellos morían de hambre. No importaba si era cierto -no lo era-, importaba que fuera útil.
La máquina del odio necesitaba combustible, y la mentira era barata.
Toda una infamia histórica.
Cuando la apresaron, María Antonieta ya era un fantasma emocional. La juzgaron con acusaciones delirantes, incluso una que hoy resultaría impensable: incesto con su propio hijo. Fue tan brutal que incluso los presentes -enemigos incluidos- se estremecieron.
Ella respondió con la única dignidad que le quedaba:
“Apelo a todas las madres.”
En ese instante, por primera vez en años, la multitud guardó silencio.
El 16 de octubre de 1793, vestida de blanco -el color del luto en Austria-, María Antonieta subió a la carreta que la llevaría a la guillotina.
Los testigos quedaron desconcertados. Esperaban a una criatura histérica.
Pero vieron a una mujer recta, serena, casi desafiante, que avanzaba sin temblar entre insultos y piedras.
Al colocar la cabeza bajo la cuchilla, dejó caer la frase más humana y menos teatral de toda su vida. Había pisado sin querer al verdugo y le dijo:
“Señor, disculpe. No lo hice a propósito.”
Esa fue su despedida: la cortesía final de una reina derrotada que jamás entendió del todo el país que la ejecutaba.
Más que una víctima o un icono kitsch, María Antonieta encarna el poder devastador de la propaganda.
La historia no la mató: la mató un rumor.
Y en cada época -también en la nuestra- estamos a un solo chisme colectivo de levantar otra guillotina moral.
A veces, lo más sorprendente no es cómo vivió una reina o un rey.
Es cómo les destruyó un país entero sin haberles escuchado jamás.
En el caso de nuestro Emérito -el mismo que trajo a España la democracia y miles de millones gracias a un prestigio internacional que su hijo jamás tendrá- lo verdaderamente infame es ver cómo Felipe sexto izquierda, se cuelga medallas ajenas sin la mínima decencia de reconocer al hombre que levantó una democracia que hoy agoniza, y más, siendo su propio padre. Una democracia dinamitada por un proyecto de demolición dirigido por una cuadrilla de malhechores, con la complicidad activa del propio Felipe sexto izquierda y del eterno pasajero de la política: Feijóo, mediocre por vocación, parásito por costumbre y colaborador necesario.
Ellos ejecutarán aquello de la “nación de naciones”, es decir, una confederación disfrazada y rematada por una monarquía dócil al compás que toque Sánchez.
Mientras tanto, a Don Juan Carlos I se le pasean sus pocos errores (comparados con los de la banda sanchista) para tapar sus grandísimos aciertos, y así apartarlo del escenario y poder rematar la ruina de España sin el estorbo de un Emérito querido y admirado, pero incómodo para el vástago y su jefe; al cual se le debe otorgar todo el derecho a contar la verdad, como última voluntad para quienes tenemos conciencia y hemos vivido su triunfo y embestida.