En los días en que la fe y la superstición convivían con la ciencia naciente, hubo un escritor que miró con ironía los remedios y las curas que se ofrecían a los enfermos. No fue inquisidor, aunque compartiera apellido con el temido Tomás, un siglo anterior a él. Se llamaba Antonio de Torquemada, nació en Astorga; León, en 1507 y murió en 1569, y su mirada sobre el mundo —a medio camino entre la erudición renacentista y la credulidad popular— revela una época en que la medicina y la botica eran más un riesgo que un remedio.
Torquemada estudió en Salamanca, sin alcanzar grado alguno. Viajó luego por Italia, y de su paso por Roma y por las bibliotecas de los grandes señores trajo una curiosidad insaciable por lo maravilloso. Su obra más célebre, El jardín de flores curiosas, es un compendio de prodigios, monstruos y creencias, tan crédula como encantadora, tanto que acabó en el Índice de libros prohibidos en 1581. Cervantes, con su habitual sorna, lo acusó de fantasioso; pero Julio Caro Baroja, siglos después, le reconocería el mérito de haber anticipado una literatura de lo insólito que no oculta su trasfondo moral.
Sin embargo, donde mejor se advierte el pulso crítico del autor astorgano es en sus Coloquios satíricos, publicados en 1553 en Mondoñedo. Allí, dedicó un diálogo entero a los médicos y boticarios, figuras esenciales de una sociedad que empezaba a confiar en los remedios humanos sin haber perdido del todo la fe en los celestiales. Torquemada, con el oído atento al habla de su tiempo, pone en boca de sus personajes observaciones tan certeras como feroces. De los boticarios dice que muchos son “necios e ignorantes”, incapaces de entender las recetas latinas, y que por no confesar su ignorancia “dejan de echar aquella medicina simple en el compuesto”. No hay rencor, sino una ironía que anticipa la sátira moral barroca.
Acusa a los boticarios de avaros, por sustituir ingredientes y vender drogas en mal estado con tal de no perder su inversión; pero tampoco absuelve a los médicos, que —según escribe— “cuando están malos jamás veréis que se sangren ni se purguen, ni guarden las dietas que prescriben a los enfermos”. Torquemada ve en ellos la hipocresía de quienes predican el sacrificio ajeno y disfrutan, sin embargo, de “muy buenos caldos de aves y vino aguado, y no del peor que pueden haber”. Aquella crítica, trazada con humor, retrata un mundo donde la medicina académica aún estaba dominada por el dogma galénico, y la botica era oficio incierto, a medio camino entre el arte y la superstición.
El autor no exagera. En su siglo, los médicos eran doctores de universidad, pero apenas sabían de anatomía o fisiología; su ciencia reposaba sobre la autoridad de los antiguos, y el remedio habitual era la sangría o la purga. Los boticarios, por su parte, procedían de los antiguos especieros y cereros: artesanos que aprendían por imitación, sin estudios reglados, y que en muchos lugares del reino ni siquiera eran examinados con rigor por los protomédicos. No faltaban, claro está, los que unían a su oficio verdadero conocimiento de las hierbas y honestidad en el trato; pero eran minoría. La mayoría, como observa Torquemada, sobrevivía entre la ignorancia y el engaño, auxiliada por médicos indulgentes y pacientes crédulos.
Esta visión amarga — y, sin embargo, divertida — de la medicina del Quinientos, preludia la sátira de los siglos siguientes. Cuando Quevedo, en el Buscón o en sus Sueños, retrate al médico como verdugo elegante, al boticario como mercader de la muerte y a la ciencia como farsa, no hará sino continuar la senda que Torquemada abrió con sus diálogos.
La botica del Siglo de Oro fue un microcosmos de ese desvarío: el lugar donde la fe en la razón convivía con el polvo de momia, la piedra bezoar o el cuerno de unicornio. Torquemada, con su humor castizo y su lenguaje popular, percibió en ello no sólo la ignorancia de su tiempo, sino la vanidad humana como condición eterna.
Entre la superstición medieval y la ciencia moderna, Antonio de Torquemada representa ese instante en que el hombre todavía se curaba más con palabras que con medicinas. Y es quizá por eso que sus Coloquios satíricos conservan, medio milenio después, la frescura del humor que nace del escepticismo y de la inteligencia.