Reynaldo Pizamarrán descubrió tarde que, aquel resfrío mal curado, no era otra cosa más que un populismo de mala muerte que estuvo atorado casi 20 años en su buche.
Lo sospechó ya desde mediados de octubre, cuando una tarde percibió que una lluvia de florecitas moradas caían incesantes por toda la ciudad; inicialmente lo atribuyó a los cientos de jacarandás que sentaban presencia en todo lado, pero luego cambió de opinión cuando vio que los tejados y las azoteas, los balcones y las aceras, se habían teñido de aquel lila maravilloso que lo inundaba todo.
Llegó a dudar nuevamente, cuando poco antes de morir, vio al corrupto del servidor público de turno que caminaba por el mercado espantando un montón de polillas que le merodeaban y él notó que, cada una, llevaba tatuada en la espalda el semblante de una calavera. «Qué te sobrevuele ese tipo de polillas, es presagio seguro de que te mueres», comentó en aquella ocasión Reynaldo Pizamarrán.
Sin embargo, todo se clarificó aquel sábado de noviembre, en que el país tuvo un nuevo madamas.
Atrás parecían quedar las dos décadas de aquel populismo indigenista que supo derrochar, a diestra y siniestra, los años de bonanza de la materia prima. Lejos se veía la persecución judicial a todo aquel que piense diferente, atrás quedaban las tramoyas burocráticas para acomodar, aquí y allá, a gente sin técnica ni ciencia, que lo administraba y trancaba todo, remotos se escuchaban los discursos del victimismo hipócrita, las mentiras del poder y los abusos de una gestión que “le metía nomás”.
Reynaldo Pizamarrán nunca imaginó que aquel amargo malestar general que le había seguido por tantos años, era en verdad la injusticia que le atravesaba el costillar, tampoco llegó a darse cuenta oportunamente que el persistente dolor de cabeza era su sentido común que no alcanzaba a entender cómo era posible que ejercían el gobierno aquellos que no sabían ni dónde estaban parados.
Parecía entonces que todo cambiaba, un optimismo de derecha veía cómo las ideas de izquierda se alejaban tras haber hecho estragos en aquel pobre país.
Reynaldo Pizamarrán sabía que los nuevos inquilinos del palacio del poder seguían siendo políticos, y por ello era seguro que en algún momento iban a decepcionar, pero no obstante existía una cierta percepción de que las cosas iban a mejorar.
Esa idea, ese intangible inexplicable, esa fe en lo que aún está por venir, aquello que nos hace tan humanos, era lo que sentía Reynaldo Pizamarrán, eso que en una palabra llamamos: esperanza.