Este día se celebra el segundo lunes de cada mes de noviembre y cómo no, trae recuerdos inolvidables de mi vida, de mi adolescencia.
No hay infancia sin espacios. Los recuerdos más tempranos no viven en la memoria como palabras, sino como lugares, se alojan en rincones, en texturas, en sombras que se mueven a cierta hora del día. Cuando uno crece huérfano aprende pronto que esos espacios no sólo contienen el pasado, sino también la carencia, que el vacío también tiene forma, que el silencio ocupa metros cuadrados, que la ausencia es una arquitectura invisible.
Quizá por eso elegí tantas cosas a lo largo de mi vida, tal vez hasta esta bella profesión, la arquitectura: para aprender a construir lo que alguna vez me faltó. Saber cómo el espacio puede sostener, cómo un muro puede contener sin oprimir, cómo un techo puede ser una promesa.
El Día de los Niños Huérfanos no debería ser una fecha de compasión, sino una invitación a pensar en cómo el entorno puede reparar, debe acoger.
Un lugar de acogida para los niños, un edificio para niños sin familia, no debería parecer una institución, sino un hogar multiplicado. Los espacios de protección deberían ofrecer más que seguridad: deberían ofrecer belleza, proporción, dignidad; pensemos en ventanas a la altura de los ojos de los niños, en patios que inviten a la convivencia, en un color cálido, en texturas amables, en alma…
La arquitectura no es neutra, tiene ese poder silencioso: puede decirte sin palabras que importas.
Mi vida sin mis padres, me enseñó que un hogar no siempre se hereda, casi siempre se construye.
Como arquitecto, como madre, pienso en cómo los edificios pueden asumir ese papel: escuchar, cobijar, permitir crecer. Esa es nuestra responsabilidad, pensar bien los espacios, con compromiso, con empatía, con amor, ya que el niño no merece que todo se le quede grande.
He descubierto, a lo largo de los años, que diseñar es también una conversación con la niña que fui. Ella me pide luz natural, me pide alegría, caricia, bienestar, tranquilidad y a veces hasta consuelo.
La orfandad no se supera; se habita, se vive.
En Ámsterdam existe un edificio que albergaba estos niños, proyectado por el arquitecto Aldo van Eyck, se construyó en los años 50. Es un lugar con unas calles interiores, espacios comunes, espacios individuales, como una pequeña ciudad, que se pensó con calidez para esos niños que buscaban su identidad.
Hoy, pienso, mejor dicho, sé que el oficio que elegí es una forma de reconciliarme con el mundo. Y que, si cada muro, cada ventana, cada luz y cada sombra están pensados para cuidar, entonces la arquitectura es también como espero que me sientan, la madre que abraza, protege y ayuda.
“La arquitectura debe reconciliar al hombre con el niño que fue.” Aldo van Eyck (autor del Amsterdam Orphanage)