Por increíble que parezca, hubo un tiempo —finales del siglo XVIII— en que un médico ilustrado, el Dr. Benjamín Rush, decidió que ya no bastaba con medir la fiebre. Había que medir la moral. Y si uno se empeñaba en echarse un trago, convenía saber exactamente a qué altura espiritual ascendía… o descendía. Ha quedado para la posteridad su “Termómetro Físico y Moral” (1790), un esquema que clasifica las bebidas alcohólicas según sus efectos en el alma, el cuerpo y la reputación del bebedor, pasando de “Salud y vigor” al “Cadalso” en menos graduación que la que trae un pacharán casero.
El invento, que se conserva en el Museo de Farmacia de Nueva Orleans y cuya transcripción y traducción figura adjunta en este artículo, nos enseña varias cosas. La primera: que el nivel de tolerancia moral era escaso; la segunda: que la imaginación era abundante. Según Rush, uno empezaba bebiendo “Leche y agua” o “Sidra” y era aún modelo de virtud; pero si un día se descuidaba y aceptaba un “Grog” o un “ron con pimienta”, ya estaba entrando en la antesala del desastre. Y si el gallo cantaba y uno se animaba a “Lingotazos matinales”, mejor prepararse para la “Locura”, la “Miseria”, el “Prisión” y finalmente —por si no había quedado claro— el “Cadalso”
Rush no solo diagnosticó enfermedades como “Gota”, “Temblores” y “Nariz roja”; también previó “Vagancia”, “el espíritu peleón” y “Odio al gobierno justo”, un catálogo que hoy haría las delicias de cualquier tertulia con sobremesa. Viendo este horizonte sombrío, no extraña que siglo y pico después se desatara en Estados Unidos la Ley Seca, intentando resolver con decretos lo que antes se combatía con termómetros morales.
Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, las cosas discurrieron de otra manera. También tuvimos nuestros temores, nuestras homilías, nuestros médicos que recomendaban moderación, pero lo hicimos por la vía tradicional: educar, advertir y, sobre todo, enseñar a ‘alternar’. Tenemos alcohólicos, claro está, y es un drama; pero convivimos con esa figura mediterránea del bebedor prudente, capaz de acompañar turrones, villancicos y chistes con una copa de vino sin necesidad de caer en la “Anarquía” o el “Suicidio” que el Dr. Rush ubicaba peligrosamente cerca del ponche fuerte.
Quizá la moraleja sea que la moral cambia, aunque el hígado menos, y que ninguna sociedad ha encontrado la fórmula perfecta. Pero sospechamos que si el Dr. Rush levantara la cabeza, vería nuestras mesas estas fiestas llenas de sidra, cava, vino y algún que otro licor digestivo… y entendería por fin que hay batallas que se ganan con sensatez, no con termómetros. Sobre todo, si —bien mirado— aquel termómetro siempre marcaba fiebre cuando llegaba el postre.