Fabricando el mundo

Souvenirs de otros mundos

Hay una paradoja inquietante en cada tienda de recuerdos. Estás en un pueblo único, una ciudad con historia, en un mercado lleno de artesanos y creadores. Te acercas a un puesto de souvenirs y ahí están: imanes, llaveros, camisetas, miniaturas de monumentos. Todos con el nombre del lugar. Todos con la promesa de llevarte un pedazo de ese sitio a casa. Pero en su reverso, una etiqueta dice otra cosa: “Made in China”, “Hecho en Bangladesh”, “Fabricado en Vietnam”.

¿Cómo puede ser que el recuerdo de lo local venga de tan lejos? ¿Cómo puede ser que un objeto que representa una identidad, una cultura o una geografía no tenga nada que ver con el lugar donde lo compras?

La respuesta es compleja, pero no sorprende. Fabricar en local es, casi siempre, más caro. Un llavero hecho en un pequeño taller de tu ciudad puede costar cinco o seis veces más que uno producido en masa al otro lado del mundo. El artesano local trabaja con materiales más costosos, dedica horas a cada pieza, tiene que pagar alquiler, luz, seguridad social. En cambio, una fábrica en el sudeste asiático optimiza cada segundo, paga salarios ínfimos y distribuye a escala planetaria.

Pero el coste no está solo en la logística o la materia prima. Está también en la expectativa. El artesano local quiere vivir de su trabajo. Aspira —como es lógico— a un sueldo digno. Y ese valor, ese “querer cobrar bien”, se refleja en el precio final. Frente a ello, el sistema de producción globalizado sacrifica casi todo: condiciones laborales, calidad del producto, sostenibilidad ambiental. Todo, a cambio de un precio que parezca una ganga.

Y ahí entramos nosotros, los consumidores. Porque por más que valoremos lo artesanal, por más que hablemos de apoyar lo local, por más que repostemos fotos con filtros vintage de mercados y talleres… Cuando llega el momento de comprar, muchas veces elegimos el objeto más barato. Sin preguntas. Sin rastro de ética en el ticket.

El souvenir, ese objeto que debería simbolizar la esencia de un lugar, se convierte así en una mentira embalada. No lleva el alma de quien lo hizo. No habla del territorio. Solo cumple con su función decorativa, barata y prescindible. Se fabrica donde no duele pagar, y se olvida donde no duele mirar.

Pero, ¿y si cambiáramos la mirada? ¿Y si cada vez que compráramos algo, pensáramos en las manos que lo hicieron? ¿Y si el valor no estuviera solo en el precio, sino en la historia que ese objeto puede contar?

Puede que pagar más por algo local no sea solo un acto económico. Puede que sea un gesto político, cultural y profundamente humano. Porque fabricar cerca no solo crea objetos: también crea comunidad. Y eso sí que vale la pena recordar.