La mirada de Ulisas

Me rehúso a creer que la Humanidad haya caído tan bajo

LA MIRADA DE ULISES quise lograr el ejercicio, quizá sanador, de acuñar el dolor de una violada. Supuse que con respeto y fantasía podría visceralizarlo. Me imaginé como la compatriota vulnerada por numerosos terroristas en el concierto por la paz, donde se desplegaron notas de amor y de unidad, en contradicción con la violencia, que se dio ante mis ojos y los del mundo. Estos últimos bien hipócritas y malintencionados no reaccionaron con la condena apropiada, pero esto; eso es harina de otro costal. Me voy a centrar en ser la mujer de veinte años, que acudió a un lugar para divertirse y en vez de ello, halló una suerte nefasta que la marcará de por vida.

Me presento: soy Fortuna y les cuento que varios hombres armados hicieron uso y abuso de mi cuerpo del modo más asqueroso, abyecto e impío, con todos los sinónimos que a esta barbarie le caben. Vociferaban en su idioma mientras como bestias varios se turnaron para hacerme daño y arrancar de mi pellejo el dolor que me sigue acompañando. Sentí esas penetraciones como puñaladas en mi vagina. Gritaba. Vociferaba. ¡Quién puede aguantar semejante vulneración sin protesta! Me amordazaron, me rasgaron, me pegaron y me tomaron como una muñeca desvencijada, acuchillada y vejada por la monstruosidad de lo sentido. Afanosos manos asquientas sobre mi hombro desbaratado me ataban a la merced de deseos escabrosos y salvajes. Con tanta saña que me desmayé en varias oportunidades. ¡Ni recuerdo cuántas fueron! Tiembla la memoria y me lesiona. Mojada de vergüenza y salpicada de horror desperté como de una pesadilla, la vista húmeda y vacía. Me quedé muda y en shock. Destellos regresan a mí sin ningún orden ni coherencia. Me transportaron en una camilla y el resto se hizo nube.  Los días siguientes al trauma, seguí sin pronunciar palabra tampoco quería decir nada, únicamente me ocupaba el llanto y el silencio, que mortificaban a mi familia. No sé cuánto tiempo estuve hospitalizada y callada. Me quise suicidar. Ya en casa rasgué paredes, le di puñetazos al cemento hasta sangrar mis manos. Me recordaron la escena de mi sangramiento y la debilidad en que quedé tirada como un trapo en el suelo, hasta que una voz gritó: ¿hay algún sobreviviente? Al principio, pensé que eran mis verdugos quienes regresaban al vil ataque. Ningún sonido emití, pero tal vez algún movimiento dio pie a que me voltearan. Yacía boca abajo con las piernas pintadas de rojo. Abrigaba desolación. Me hablaron en mi lengua, me tranquilizaron con alguna medicación. No podía ni siquiera pronunciar mi nombre. Me sentía más muerta que viva. Me tuvieron que coser y cada vez que orinaba veía estrellas y diablos. Algo en mí, cambió. La realidad me llenó de odio, sentimiento que hasta entonces nunca había cobijado mi alma. Fui educada para jamás menospreciar y menos para detestar a alguien. Ante el hecho y el dolor, el rencor se fue transformando en un odio que me acosa. No abandona las llamas de la repugnancia que no puedo controlar. Luego de las múltiples penetraciones, me hice la muerta. En verdad estaba más muerta que viva, y por ello, creo yo, no me liquidaron ni me tomaron de rehén, o quizá debo vivir para contar mi historia y mostrarle al mundo lo que implica una transgresión como la padecida. De lo que no me salvé es de la horripilante sensación de asco. Permanece adherida a mi piel. Mi cuerpo quedó manchado para siempre, me siento sucia e inmunda. Vomito las tripas al repasar esa visión. Hiel ocupa mi pecho. Sangra de rabia.

El tiempo y las terapias ayudaron a recuperar mi voz bajo la cólera y la expresión del repudio a lo experimentado. Insulté al mundo, maldije mi existencia, me enfurecí contra Dios, el apetito se esfumó. Era fina y los kilos que se evaporaron me dejaron en los huesos.  Mi armazón talla. Despide un olor nauseabundo. Me asedia en la oscuridad. Las pesadillas no cesan. Me llenan de ira; odio a mí misma, rechazo a mi suerte además de enemistad contra mi yo más profundo. Los alegatos con mi niña interior se hicieron frecuentes. Un día, cansada de verme sufrir tanto se hizo presente y me susurró:

 _ A ver, Fortuna, ¿a quién le hace más daño el odio que sientes? Piénsalo bien: La más perjudicada eres tú. Es tiempo de exorcizarlo y de aceptarlo como lección de vida. Evita invocaciones del ayer. Despierta de tu mal sueño y empieza a cambiar de actitud. Exorciza tu dolor. Tú puedes y te lo debes.

Conformaban sus ruegos, pero a esa voz interior sólo podía darle la espalda. Sin embargo, sus palabras golpeaban mi sensibilidad y sentía que el odio iba en contravía con mi forma de pensar y obrar. Martillaba la vocecita. Anhelaba aniquilarla. Me parecía fútil… Y fuera de todo contexto.

_ Evidente, que no será un proceso fácil tampoco se dará de la noche a la mañana, pero comienza a dar los primeros pinitos para aliviar tu mente. 

_ ¡Crees que es posible! Tengo cáncer en el alma que se reproduce raudo.

_ ¡Entonces! Hay que extraerlo para evitar metástasis en tu corazón. Debes acortar la distancia entre el odio y la resignación, para hacer de tu existencia la labor de ayudar a otras mujeres en tu misma condición. Es tu nueva misión.

Quería mandarla al carajo con sus discursos de pacotilla. Pero en verdad, era yo quien más sufría al dejar al odio habitar mi entraña. Me oprimía. Cavilé: yo, Fortuna, que aún sigo viva, ¿qué puedo aportarles a otras violadas sino mi rabia? Iba adquiriendo conciencia de que el odio me estaba envenenando. Debía erradicarlo como me pedía mi voz interna. Traté de hallar un cierta paz. Herramientas como la meditación, las terapias y el buscar más espiritualidad empezaron a surtir efecto. Cada día el odio se atenuaba. Notaba mejoría al prohibirle cabida. Lo espantaba e iba sanando las heridas para mi propio beneficio. Le otorgué la razón a mi niña interior. Empecé a dar conferencias para ayudar a otras mujeres en similares circunstancias. El eco de sus mejoras les daba sentido a mis días. ¡No olvido! Para mi bien, aprendo a vivir sin tirria. Aunque me cuesta, estoy trabajando el perdón para alcanzar algo de bienestar. ¡Labor e historia de muchos desvelos y copiosos llantos! Así padecí el horror de esas mujeres violadas, me metí en sus zapatos y calcé el dolor que hoy mi mirada describe. La mirada de Ulises se rehúsa a creer que la Humanidad haya caído tan bajo y que se permita la condena a la legítima defensa a semejantes actos de horror, espanto y terror.