Memorias de un Niño de Posguerra

Aquellos queridos vendedores callejeros

Entre mis recuerdos infantiles de niño de la posguerra, me llegan a la memoria los recuerdos de los viejos oficios que han ido desapareciendo con el transcurso de los años, aunque quedan vestigios en nuestros días de un tiempo pasado que no es fácil que pueda volver. 

Eran hombres y mujeres que pasaban diariamente por las calles y plazas de nuestros barrios, ofreciendo unas mercancías humildes, como humilde era su forma de subsistir. Hombres y mujeres acompañados de simpáticos y abnegados borriquillos, que eran la fuerza motriz necesaria para los carros que constituían sus mercancías. Entre los vendedores callejeros y los vecinos de los distintos barrios, se acababan estableciendo unos vínculos de amistad que sobrepasaban la simple relación comercial entre vendedores y compradores. Y los vendedores acababan siendo como de la familia. 

En cabeza de los viejos oficios figuraban los traperos. Un noble oficio que se ejercía desde muchos años atrás. Pero los traperos se distinguían por no ser vendedores, sino compradores. Compraban prendas que en la mayoría de los casos eran de último uso, tras una larga carrera al servicio de hombres y mujeres, de jóvenes y maduros. 

El trapero de mi barrio, como ya lo he descrito en otro lugar, iba con aire castizo con una gorrilla ajustada a cuadros, y llevaba el producto de sus transacciones en una enorme funda de colchón a rayas. A la llamada de una vecina desde un balcón, subía al piso y se iniciaba un tira y afloja sobre los precios que solía terminar en acuerdos. El trapero se despedía, y se iba voceando: “¡Trapero, hay ropa y lana vieja que vender! ¡Trapero!”.

Los traperos vivían en barrios extremos de la ciudad. Su más importante asentamiento era el entonces pueblo y después distrito de Tetuán de las Victorias, en la aproximación de lo que sería la Plaza de Castilla, y entonces donde se situaba el denominado “Hotel del negro”. Muchos traperos eran propietarios de los entonces modestos terrenos, que fueron vendiendo conforme la capital se extendía, obteniendo buenos beneficios. 

La cacharrera, por su parte, no compraba ni vendía, utilizaba la antigua costumbre del trueque, y tras vocear: “¡Cacharrera por trapos, por trapos cacharros!”, cambiaba un montón de ropa vieja por una sartén o una cacerola. 

En los calurosos veranos de la capital aparecían las botijeras, pregonando “¡Botijas y botijos finos!”. El botijo a la sombra conservaba la frescura del agua del serranito Lozoya, un agua de Madrid famosa en todo el mundo. 

Como una especie de milagro, todavía se conserva el ancestral oficio del afilador. En mi barrio actual de vez en cuando suena el silbido tradicional que anuncia la llegada del afilador, una tarea que requiere una habilidad especial, y que a lo largo del tiempo ha sido desarrollada preferentemente por gallegos. Los afiladores gallegos han traspasado, a lo largo de la historia, su presencia fuera de nuestras fronteras. Me contaba un veterano de la División Azul, que en la campaña de Rusia, entre combate y combate, aparecía un afilador surgido de no se sabe dónde, que despreciando el peligro se ofrecía a afilar los machetes de uno u otro Ejército. 

Todavía conservo en mi memoria el estribillo de una antigua canción: “Afilar, afilar, afilar, cuchillos, navajas, tijeras. Pobrecito afilador, que mala vida que lleva”.

Los viejos vendedores ambulantes, engullidos por la modernidad, van desapareciendo, pero siguen frescos en la memoria de los “niños de la posguerra”, entre los que me cuento.

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