A pesar de que en Madrid no hay playa, en 2023 nos visitaron más de once millones de viajeros, más de seis de ellos extranjeros. A los turistas les gusta nuestro patrimonio cultural, la gastronomía, la agenda de ocio y, sobre todo, —también hay que decirlo—el amor por los bares, las terrazas y la vida nocturna. Según ChatGPT a los madrileños nos ven simpáticos, hospitalarios, directos y acelerados. Aunque eso sí, puestos a elegir entre ciudades españolas, nos ganan los sevillanos que les dan más conversación.
Razón no les falta, porque lo cierto es que, de pequeña villa del reino de Castilla, Madrid se convirtió, gracias a Felipe II, en corte y centro político del país atrayendo a gentes de todo tipo y condición. Desde entonces no hemos parado de correr. No es que antes no tuviéramos historia. Basta pasear por el barrio de La Latina, en la Plaza de la Puerta Cerrada, para descubrir la inscripción que constituye el primer lema de la ciudad: Fui sobre agua edificada, mis muros de fuego son. Esta es mi insignia y blasón, y es que de aquellas Madrid era Mayrit y debía su nombre a los dos siglos de pertenencia musulmana. Sin olvidar que también podemos presumir de restos visigodos encontrados en los distritos de Carabanchel, Vicálvaro y Villaverde.
Durante los siglos XVI y XVII fuimos sin brillo ni esplendor la capital de un gran imperio: los palacios eran sombríos y las calles tortuosas, estrechas y faltas de urbanismo, solo su gran número de iglesias lograba sorprender. Claro está que entonces mandaban los austeros Austrias. Gracias a Dios eso cambió y, con Felipe V el animoso, el primero de los Borbones, la ciudad se vistió de gala y cambió su fisonomía; se emprendieron reformas urbanísticas; se construyeron fuentes, jardines, arcos monumentales y un nuevo Palacio Real. A partir de ahí la capital se levantó contra los franceses, se desenvolvió entre reyes, reinas y autócratas y junto a la democracia vivió la contracultura, la movida madrileña de los años ochenta; un fenómeno castizo y encrespado en el que las niñas no querían ser princesas y podías morir en la Gran Vía un poco cada día.
Hoy quienes nos visitan pueden disfrutar de una ciudad en continua ebullición que no para de modernizarse en la que las Cuatro Torres, los nuevos estadios de futbol y el Madrid Río se han convertido en señas de identidad junto a la Castellana, la Puerta de Alcalá o el Parque del Retiro.
En Madrid nadie se siente forastero. Ni siquiera los más de un millón de foráneos que se nos han quedado a vivir porque la ciudad tiene una personalidad incluyente que reconoce y asimila cualquier otra identidad sin ánimo de anularla o sustituirla. La cultura, la diversidad y la innovación se respira en sus calles y el Triángulo del Arte, el Teatro Real, el Auditorio, el Sweet Space Museum, El Museo de las Ilusiones, el de la Felicidad; el MAD (Madrid Artes Digitales); La Caja Mágica, El Espacio Cultural Serrería Belga o la Nave consiguen hacerla cada vez más abierta, culta y atrevida.
Si ahora la viera Felipe II se quedaría embobado con ella. Porque pese a todo, no ha perdido “su alma” y conserva su legado. Si caminas por el Barrio de las Letras y agudizas el oído con suerte te llegarán ecos de las tertulias de Cervantes, Lope de Vega y Tirso de Molina, o escucharás salir de las ventanas afilados versos floridos y altisonantes insultos de un Quevedo de pies zambos a un Góngora pegado a una nariz o, quizá, a la vuelta de la esquina las risas de las comedias del antiguo Teatro del Príncipe, hoy Teatro Español.
Pero si algo ha sido y es Madrid es popular. En las fiestas de su patrón cientos de manolos repeinados acuden a la pradera de San Isidro y a las vistillas con un clavel en la solapa, pañuelo y camisa blanca, calcos y gorra de cuadros y se exhiben en la verbena bien “agarraos” a una chulapa envuelta en un mantón de Manila que pregona a los cuatro vientos su estado civil y querer; dos claveles rojos: casada soy; dos blancos: requiébreme usted; uno blanco y uno rojo: ya me ennovié; dos rojos y uno blanco: soy viuda de buen ver. Eso sí, ya no esperen encontrar entre todo ese bullicio a modistas, planchadoras y floristas que se quedaron retratadas en las coplas de las zarzuelas.
Si de zarzuelas hablamos, es bueno saber que la villa ha sido origen e inspiración de muchas obras del género. Sus inicios se remontan al siglo XVII cuando en el palacio del que le viene el nombre se reunían los artistas con la corte; pero es en el XIX cuando cobra su máximo esplendor y tienen teatro propio: el Teatro de la Zarzuela. Para llegar a todos los públicos y abaratar su precio, pronto comenzarán a comprimirse el número de actos de los libretos y se recortará a una hora el tiempo de la representación dando origen al género chico madrileño donde los protagonistas son las clases populares y, en ambientes madrileños, se representa el baile y la música del chotis, el folclore más castizo de Madrid.
Todo esto lo cuento por una sola razón y es que en el Teatro Amaya ha comenzado el Cuarto Festival de Zarzuela y Ópera y lo está petando en Madrid. Si lo queréis ver, no seáis más agarraos que un chotis, daros el piro, coger el parné y la parpusa y llegaros al Amaya que está en un plis. Mi menda ya fue y de primera mano os puede decir que el Festival es fetén