Con la misma severidad que el mayoral de una ganadería, le quita los cencerros a los bueyes, tras la muerte de un miembro o allegado de la casa, y con la aflicción que la gente de campo desgranaba plegarias ante el cadáver de alguien cercano, o se rezaba el Rosario alrededor de la lumbre en las largas noches de invierno; contemplo el gran rastro de vida que ha dejado el Papa Francisco.
Cuando la naturalidad irrumpe como un rayo de luz, en medio de la oscuridad todo cambia, ese fue el caso del cardenal de Buenos Aires, cuando de forma inesperada, fue elegido máximo responsable de la Iglesia católica.
Jorge Mario Bergoglio hijo y nieto de italianos del Piamonte, preparaba su retiro en una villa Bonaerense, cuando se le vino encima el asunto de más envergadura que él podía esperar. Y lo supo afrontar con personalidad y gallardía; sabiendo darle novedad a lo histórico y autencidad en la búsqueda de la más esencial tradición cristiana.
Aquel imprevisible Papa ha sacado de su arca de vida, todo lo que sus antecesores habían ido guardando, para enseñarlo al mundo con un lenguaje directo y dirigido siempre a favor de los últimos. Infinidad de expresiones suyas que han hecho fortuna informativa, hunden sus raíces en la más genuina tradición evangélica y eclesial; y venían rondando desde la mitad del siglo pasado. Y siempre en corto, por derecho, permitiendo las arriesgadas apreturas, que le pudieran desequilibrar; pero cuyo asiento le daba la estabilidad suficiente para vivir y morir de pie.
Francisco ha sabido vivir el último tramo de su vida de forma abierta, sin nada que esconder ni ocultar, dejando que las reacciones del mundo y de la Iglesia, tuvieran tanto peso, como verdad había en ellas. Su caminar ha buscado siempre la justicia, que empieza por los últimos y sin inconveniente alguno a la hora de señalar las causas que sirven de barrera, para que nuestro mundo pudiera vivir en la amistad social, que él decía que soñaba una y otra vez.
Este Papa nos ha ayudado a ser agradecidos con la Iglesia y con el mundo, sabiendo buscar templanza en un momento caracterizado por la brusquedad en sus movimientos y la dureza en sus amenazas; nos ha enseñado a no mirar nunca para el otro lado, si no en advertir el claroscuro de la vida, tanto en lo saludable, como en lo pernicioso.
Por eso ante la partida del inmortal Francisco, saco el pañuelo blanco de la apertura, el premio y la despedida esperanzada a aquel que muchos que hemos admirado su recorrido, jamás dejaremos de ver, y cuyo recuerdo sólo nos puede suscitar esa verdadera alegría, que él tanto defendió.