La mirada del centinela

A orillas de Troya

Es cosa habitual que los ciudadanos de un país no empaticen con sus políticos. Esta falta de empatía podría deberse a una mala comunicación por parte de quienes se ocupan de los asuntos públicos, falta de pedagogía que explique la necesidad de una sociedad sustentada en pilares políticos. Después de todo, el progreso de las civilizaciones, el desarrollo de la polis, es el fundamento de la política. 

Las personas conforman comunidades; las comunidades tejen sociedades; las sociedades vertebran las ciudades, y ninguna sociedad, salvo las utópicas, puede prescindir de la política. Ya lo decía Platón, la política es un arte y es una ciencia; supone un comportamiento moral y exige un planteamiento racional. 

En no pocas ocasiones, el ciudadano de a pie se siente ajeno al hecho político. Toda decisión política repercute en los miembros que constituyen la polis; sin embargo, esos mismos miembros se ponen de perfil ante las arengas de los políticos, no se identifican con ellos. Su percepción es la de no pertenencia, se consideran excluidos, entienden que la batalla que dan los políticos no es su batalla. 

Aquí surge un paralelismo con la Ilíada de Homero. Los griegos, en la epopeya homérica, no están concernidos de emprender la batalla contra Troya, no es su guerra. Los únicos ofendidos, e inductores del conflicto, son Menelao (el cornudo), y su hermano Agamenón, rey de Micenas y líder del contingente aqueo. El gran héroe griego, Aquiles, reniega de la guerra que otros emprenden por él. Su causa no es digna de su concurso. Como él mismo reconoce, los troyanos no le han ocasionado ningún mal. Así es como se siente la sociedad ante la política, renuente por desmotivación. Aquiles, agraviado por Agamenón, se aparta de la batalla. Los ciudadanos, incomprendidos por sus gobernantes, se apartan de la política. 

En los cantos de Homero hay mucho orgullo, engreimiento que no favorece en nada la conexión de sus protagonistas. Otro tanto sucede en la sociedad actual con sus políticos, la petulancia de los segundos dificulta la conexión con su electorado. La falta de empatía y asertividad entre Aquiles y Agamenón es causa de muchas muertes y pesares. Entre los caídos, el mejor amigo de Aquiles, Patroclo. El cadáver de éste, muerto a manos de Héctor (con la ayuda decisiva de Apolo, dios del Olimpo) se lo disputan ambos bandos. Hay mucho cadáver político en la lucha por el poder, pero nadie disputa sus restos. La muerte de su gran amigo es lo único que espolea a Aquiles y le saca de su letargo, impulsa al héroe a entrar en batalla y vencer al adversario. Sin su intervención en la contienda, los griegos habrían sucumbido al empuje de los troyanos. 

Es una desgracia la que abre los ojos de Aquiles. Sumido en su cólera, permanecía indiferente a la destrucción de su pueblo. La sociedad actual está ciega también, no es consciente de perder la batalla. Faltan héroes que nos libren de la catástrofe. Nos dejamos llevar por esos dirigentes políticos que actúan como los dioses del Olimpo, que se creen inmortales aupados a su cargo. Sentimos que nada podemos hacer, salvo permanecer a la expectativa. Igual que hiciera el ejército aqueo, permanecer durante diez largos años estancado a orillas de Troya. 

Esperemos que el Homero que escribe nuestra particular epopeya narre un final mejor para nuestra sociedad. Que se cumpla el postulado de Platón, para quien la ciudad ideal debe ser reflejo del hombre justo. Se echa en falta esa justicia, ese orden moral; hoy en día no escuchamos ningún mensaje de esperanza (solo relatos mendaces), los gobernantes que llevan la manija del país provocan nuestra cólera, y así resulta inútil conciliar la voluntad de la comunidad política con la ciudadanía. El sino de Aquiles era alcanzar gloria eterna a cambio de una muerte prematura. Nuestro destino incierto está en manos de unos cuantos políticos que juegan a ser dioses. Ignoran que no habitan el Olimpo y acabarán consumidos por las llamas de la sinrazón, como sucediera en Troya. Que la sociedad, como el divino Aquiles, deponga su cólera, y los políticos no subviertan la buena praxis en el ejercicio de la política.