En pleno mes de agosto, Victoria Eugenia de Batterberg, se desplazaba en un artefacto acuático desde la península que acoge el palacio de la Magdalena, en Santander, hacia la playa del Camello. El ingenio se constituía de una balsa de proporciones considerables, cubierta por una carpa que garantizaba la intimidad de sus ocupantes, y con un gran hueco en el centro del suelo que facilitaba el acceso directo al líquido elemento. Lo que se diría una piscina cubierta flotante sobre las aguas del Cantábrico para remojarse en el mar.
La Reina consorte de Alfonso XIII, vestía para la ocasión el traje de baño más moderno del momento, una pieza que, mostrando los pies hasta los tobillos y las manos desde las muñecas, cubría el resto del cuerpo hasta el cuello, es decir, lo más parecido al actual burkini que la sociedad occidental rechaza de plano en las playas y piscinas públicas europeas, pero que en aquellos años 20 cántabros del siglo XX, obedecían a la moral de la época.
Esta última apreciación es de sumo interés —la de la moral de la época—, porque establece un principio cronológico que determina lo que se ajusta, por definición, a la doctrina del obrar humano que pretende regular el comportamiento individual y colectivo en relación con el bien, el mal, y los deberes que implican. Quiere esto decir que la moral está sujeta a la moda, de manera que una conducta sugerida e incluso exigida en un momento puede presentarse como absolutamente polarizada en otro.
Muestra de ello es la forma, el fondo y el trasfondo de la Ley de Amnistía de 1977, cuando la moral exigía un instrumento para lograr una reconciliación nacional que facilitara la Transición, allanando una convivencia universal y el desarrollo social, político y económico del país, a la postre perturbada por una serie de grupos terroristas, abandonando la mayoría de ellos la lucha armada por las arenas políticas, a excepción de ETA y sus secuaces. Convivencia que se vio en brete, pero finalmente no mellada, por la asonada del 23F. Así la moral volvió a marcar el ritmo propinando el oportuno castigo a actores e instigadores del golpe de Estado.
Por vereda muy distinta camina la ética que, erigiéndose como el conjunto de normas morales que rigen la conducta de una persona en cualquier ámbito de su vida, se aleja de la moral porque a diferencia de esta no está guiada por la moda sino por la cultura, entendida como el conjunto de rasgos que definen a un grupo humano regido por las mismas costumbres. Quiere esto decir que, mientras en Occidente desayunar al vecino es no sólo un acto aborrecible sino también penalizado, en el contexto de una comunidad antropófaga se convierte en un comportamiento tolerado e incluso respetado, al alcanzar la consideración de comunión mística.
Es precisamente esta identidad social sustentada en el canibalismo la que determina la flexibilidad de la ética. El ejemplo más claro lo tenemos en la Ley de Amnistía que pretende aprobar el Gobierno Central que, lejos de perseguir la convivencia, lleva desde sus inicios fomentando la fractura nacional y la discordia, por más que sus promotores la vendan como la octava maravilla del mundo. Lo mismo reza para exterroristas reclutados en listas electorales, o para el 1-O en Cataluña, donde la elasticidad de la ética permite la impunidad a los actores e instigadores del golpe de Estado.
En este maremagno el árbol no deja ver el bosque, así, en tanto Óscar Puente protesta porque lo califiquen de eslabón perdido, aunque no haya quien lo haga bajar del árbol, a la par La Yoly, caja de cerillas en mano y más inflamable que la gasolina, calcina a todo partido y candidato que se le acerque y, cual Atila, por donde pasa no vuelve a crecer la hierba. Pero mientras tantos evocan en este momento a Begoña, la ética y la moral, lo cierto es que el mayor desastre de España no es la mujer del César, sino que a seis meses de la investidura, el Gobierno no tiene presupuesto ni programa. Sólo otra nación —Bélgica— fue capaz de encadenar un periodo mayor de ausencia gubernamental, dos años demostrando lo superfluo, gravoso y disparatado que puede ser Perico hecho fraile, a quien no le despegan las nalgas del cuero azul ni con agua hirviendo.