En la casa de huéspedes conocí a Lorenzo, un arqueólogo español. En su cuello llevaba un collar donde sobresalía la figura de Alejandro Magno, por quien sentía fascinación. Me habló de sus invasiones por el mundo, de cómo ocupó, saqueó e incendió la ciudad de Persépolis, conquistando el imperio persa y dando fin a la guerra panhelénica, y también me habló de la ciudad medieval fortificada perdida de Arg-é-bam, la majestuosa ciudadela antigua de Persia, hecha de barro, localizada en el extremo sur del altiplano iraní. Él la había conocido años atrás, me aconsejó visitarla, y así lo hice.
Continúe mi viaje en bus hasta la ciudad de Kermán, que sería mi punto de partida hacia el interior del desierto de Dasht-e-lut en cuyo interior se encontraba Arg-é-bam. Encontré hospedaje, descansé un par de días y me dirigí al sur.
Arbustos y palmeras datileras marcaban el camino. Al horizonte las áridas montañas acentuaban la sensación de distancia y desolación. Mi presencia era insignificante. Avanzaba en línea recta por un terreno yermo hacia Arg-é-bam dejando atrás pequeños poblados y desoladas planicies. Al llegar a mi destino tenía los ojos medio cerrados. El bus paró, subí a un taxi y fui directo a la antigua ciudad.
De repente pude ver las ruinas desde la carretera. Tras llegar a la entrada atravesé la puerta de acceso, y aunque sentía el aire caliente como una brasa rozando mi piel, seguí de pie caminando a lo largo del eje central. Alrededor veía lo que quedó del bazar, las casas de comerciantes y edificios públicos.
Al fondo, en la cúspide, en lo alto de la colina, una fortaleza se elevaba sobre la arena del desierto. Mientras tanto imaginaba la ciudad en su esplendor cuando los comerciantes, montados en sus camellos, llegaban buscando fonda prestos a encontrar fortuna.
Había una temperatura de casi cincuenta grados y tenía que resguardarme en las paredes de adobe. Ante mí se desplegaban los vestigios de una gran cultura, pero el calor extremo y la soledad eran infernales. Así que salí y pedí al guardia que me dejara refugiar en su caseta. Luego de refrescarme un poco con el aire acondicionado, caminé hacia el corazón del desierto de Dasht-e-lut.
En el horizonte veía las entrañas de una gran cuenca volcánica. Formaciones de roca arenisca erosionadas por el viento asomaban a lo lejos en una línea tan borrosa como distante. Más allá, al frente, en aquel espacio vacío, el paisaje se abría en paredes verticales, un lugar eterno, en reposo, donde parecía no existir nada. Y ahí estaba yo, caminando por aquella carretera que me hacía sentir fuera de este mundo.
El sudor corría por todo el cuerpo, tuve que retirarme, me daban mareos, me fue imposible caminar por el miedo a desmayarme. Por suerte apareció un coche que me recogió y me dejó de vuelta en la parada del bus. Una vez subí al colectivo regresé a la estación central de Kermán y partí en busca de la aldea troglodita de Meymand, habitada por hombres desde la antigüedad.
En el trayecto se desplegaban infinitas planicies desérticas donde solo veía torres de electricidad que se perdían al horizonte. Súbitamente apareció un cementerio de lápidas, de la nada surgió la vegetación con verdes árboles que crecían de la tierra seca. Había casas de ladrillo desvencijadas, soportadas con vigas de acero. A lo lejos se formaban pequeños remolinos de arena.
Después de un largo trayecto llegué a la ciudad de Shar-e-babak, un punto intermedio donde me bajé del bus y subí a otro taxi en busca de la aldea, y al rato apareció una pequeña colina rocosa llena de grutas desde hace miles de años. No vi a nadie cuando llegué hasta que un chico salió de una de las cuevas a recibirme. Era un jovencito estudiante que vivía allí a cambio de cuidar el poblado. Aquella cueva era muy acogedora, cóncava, fresca y de bajo techo, sin baño ni agua corriente, con una pequeña cama, una mesita de estudio y una estantería para los libros. En el suelo había una bella alfombra anudada a mano de lana y seda. Me sentía alegre por la bienvenida. Era sorpresivo encontrar tanta atención en un lugar aparentemente abandonado.
Luego fuimos a visitar una familia. Al llegar a su humilde guarida, extendieron una sábana en el suelo y nos sentamos todos encima. Mientras compartíamos bebiendo té y un guiso de cordero, berenjenas y tomates aderezado con cúrcuma, no pensaba en el esfuerzo que me había costado llegar hasta allí. Simplemente me sentía bien con tanta cortesía.
Me contaron que apenas había unas veinte personas de las doscientas familias que poblaban la aldea y que esto se debía a que se habían mudado temporalmente para el pastoreo en las montañas, donde además cosechaban frutas y alimentos. Hasta el invierno que regresaban. Algunas cavernas estaban abiertas a la intemperie, sin puertas, ni decoración alguna, igual que hace siglos. Una de ellas estaba acondicionada como posada de hospedaje para los visitantes, pero como no tenía mucho dinero le pedí al chico un lugar para dormir sin tener que pagar.
El joven me llevó a una gruta que hacía de mezquita. Era un lugar sagrado, seguro, amplio, todo a mi disposición. Según él chico era la morada de Allah, donde se acoge a quien tiene y a quien no tiene, al que es de allí y al extranjero. Todo el suelo estaba decorado de bellos tapices. Observé un tablero escrito en farsi y una alfombra tejida con la cara del Imán Jomeini. Tenía una cuerda de donde colgaba una sábana que servía como división.
Pase la noche allí acomodado, reflexionando entre aquellas paredes de la cueva en la imagen que nos vendían del mundo islámico como una colectividad fanática, violenta y maligna. Esto contrastaba con la calidez humana, la belleza y el desinteresado afecto que siempre encontré: la comida en la oficina de la compañía de bus, mi día de picnic en Abyaneh con el taxista y su familia, las conversaciones y paseos por la plaza del Imán, todo en medio de un sueño apacible entre alfombras bajo el caluroso afecto de un cobijo espiritual.
Realmente nada podía pasarme en aquella caverna. Lo más peligroso era que me cayeran los playeros que tenía colgados del tendal en mi cabeza. Me desperté al amanecer, lo primero que vi fue mí mochila, la muleta y toda la ropa tirada por el suelo. Ese cuadro lo tengo grabado en mi mente. Quería seguir viviendo así, despreocupado de todo, ajeno a las noticias, viendo el mundo con mis propios ojos.
No obstante, a pesar de lo bien que me había sentido, fue la misma familia con la que había compartido el día anterior quién me bajó en coche a la estación de transporte. Regresé entonces a Kermán donde descansé unos días.
Después de viajar toda la noche por llanuras desérticas y al ver el sol salir de nuevo me detuve en Mashhad, la capital espiritual de Irán. En la estación un hombre que llevaba una identificación de turismo se me acercó para ofrecerme un apartamento cerca de Imán Square en el centro. Reservé unos días. Además, no tenía que compartir habitación, la ubicación era excelente, salía directamente a las callejuelas de los mercados y los santuarios.
Mashhad era una ciudad activa de mucho fervor religioso. Entré en el Santuario del Imán Reza, aunque no era musulmán, me sentí feliz. Me invadía una sensación de timidez y asombro, ante todo. Con prudencia atravesé un pórtico que conducía al interior. Mis pasos titubeaban mientras veía la multitud de fieles. Caminaba emocionado entre patios y minaretes con inmensas cúpulas turquesas, doradas y bañadas en oro. Los pórticos tenían arcadas azulejadas y las fachadas estaban cubiertas de mosaicos. Enormes plazas se conectaban unas con otras y varias pantallas gigantes transmitían a un Imán Chií que recitaba el Corán. Los peregrinos rezaban, conversaban o leían textos clásicos sentados en el suelo por los museos, salas de oración, seminarios y bibliotecas, sobre los tapices persas que tapaban el mármol. Los extensos patios y la superficie total de toda el área superaban todo lo que había visto.
Resultaba difícil no sentir la fuerza, el realismo y los sentimientos que emanaban en este complejo religioso, junto al santuario del octavo Imán de los chiíes duodecianos, Ali ibn Musa ar Rida (la paz sea con él). El sepulcro de oro estaba cubierto por una exuberante armazón de plata con cristales verdes. Los fieles besaban la tumba, la tocaban exhaustos, lloraban y rezaban provocando un griterío de fervor religioso. Las paredes y techos deslumbraban por el brillo que producían los diminutos cristales y grandes lámparas centelleaban también convirtiendo el lugar en un amasijo de espejos y reflejos.