México ha cambiado para siempre. Nunca volverá a ser el mismo después del 1 de junio de 2025, fecha en la que el país acudió a las urnas para elegir, por primera vez en su historia, a la mayoría de los integrantes del Poder Judicial de la Federación, incluyendo a los nueve ministros que conforman la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Se trató de un proceso sin precedentes que, en nombre de la democratización de la justicia, ha modificado radicalmente la estructura institucional del Estado mexicano.
Más allá del acto electoral, el proceso ha revelado una serie de tensiones y contradicciones jurídicas, políticas y culturales que invitan a una reflexión profunda. ¿Puede una república constitucional delegar la elección de sus máximos jueces a la lógica de la campaña popular? ¿Cuánto tiempo y preparación debe llevar una campaña de esta envergadura? ¿Qué significa someter la razón jurídica a los tiempos del espectáculo digital?
El diseño de esta reforma, llevada a cabo con celeridad legislativa, generó importantes lagunas legales desde su concepción. Cuestiones fundamentales como el procedimiento para la elección del presidente de la Corte, los plazos de duración de los cargos, o la naturaleza jerárquica de las ternas propuestas, no fueron claramente definidas en los artículos transitorios del decreto, generando un marco normativo opaco y confuso.
En el caso de la Suprema Corte, los perfiles electos muestran una notable diversidad en términos de trayectoria, visibilidad pública y formas de hacer campaña. Por un lado, encontramos figuras polémicas como Yasmín Esquivel, cuestionada por presuntos plagios en sus tesis de licenciatura y doctorado. Por otro, profesionales respetados como la Dra. Sara Irene Herrerías, cuya labor en materia de derechos humanos desde la Fiscalía General de la República le ha ganado reconocimiento incluso a nivel internacional.
El nuevo presidente del máximo tribunal, un jurista comprometido con las causas indígenas, representa un giro simbólico hacia agendas de inclusión histórica. Por su parte, el ministro Arístides, convertido en fenómeno viral por un reel en el que se comparaba humorísticamente con un chicharrón preparado, es ejemplo de la nueva forma de comunicar lo jurídico en un entorno digital: con cercanía, espontaneidad y sin solemnidad, aunque su formación académica sea, por lo demás, impecable.
Uno de los aspectos más insólitos de este proceso fue la forma en que se desarrollaron las campañas. La reforma prohibió expresamente la difusión de mensajes en radio y televisión, no asignó presupuesto público a los candidatos, y además impuso topes estrictos de gasto privado, lo que dejó a los postulantes con un único recurso eficaz: las redes sociales.
El proceso también estuvo marcado por una participación ciudadana notablemente baja. Menos del 13% del padrón electoral acudió a votar, y de esos sufragios, más del 10% fueron votos nulos o en blanco, utilizados como forma de protesta. Esta apatía refleja no solo la confusión que generó la reforma, sino también la ausencia de una verdadera pedagogía institucional. La ciudadanía no entendió, en muchos casos, qué se estaba votando, por qué era importante, ni cómo funcionaría el nuevo modelo judicial.
La oposición política, por su parte, cometió el error de concentrarse en disputas locales (municipales lo que en España serían ayuntamientos), dejando pasar la oportunidad de apoyar perfiles técnicos o ideológicamente diversos para las elecciones del Poder Judicial. Su desorganización permitió que todos los cargos clave fueran copados por una sola corriente política, abiertamente identificada con la izquierda. Si bien esto no es en sí mismo un problema —pues no hay nada antidemocrático en una preferencia ideológica mayoritaria—, sí plantea inquietudes sobre la pluralidad institucional y el principio de contrapeso.
Incluso figuras del oficialismo, como Gerardo Fernández Noroña, han reconocido públicamente la necesidad de una oposición más fuerte, articulada y seria. Sin ella, el equilibrio democrático se resiente y el riesgo de una hegemonía judicial crece.
El balance de esta elección aún está por escribirse. La premura, la falta de reglas claras, el desinterés ciudadano y el dominio del espectáculo digital pueden haber vaciado de contenido una de las reformas más ambiciosas del México contemporáneo. Sin embargo, también puede leerse en clave de apertura: por primera vez, el poder judicial ha tenido que rendir cuentas frente a la ciudadanía, explicar su función, y justificar su existencia.
Esto no es poca cosa. México arrastra una larga historia de elitismo judicial, donde los magistrados y ministros eran percibidos como entes abstractos, lejanos y prácticamente intocables. Hoy, aunque sea con memes, tienen que mirar al electorado a los ojos. Es un paso hacia la horizontalidad del poder, aunque el precio a pagar sea la incomodidad del ridículo.
El tiempo, y no las redes sociales, será el juez final de esta reforma. Si los nuevos ministros demuestran competencia, independencia y sensibilidad social, la historia los reconocerá como protagonistas de un cambio necesario. Si, por el contrario, sucumben a la lógica del poder, al clientelismo político o a la ignorancia jurídica, entonces el experimento habrá fracasado.
En todo caso, lo que está claro es que el Poder Judicial ya no volverá a ser lo que fue. El proceso ha revelado tanto las posibilidades como las fragilidades de una democracia que busca reinventarse. Y aunque el camino esté lleno de contradicciones, vale la pena andarlo, con espíritu crítico, pero también con esperanza.