El arte de habitar

El eco de un titanio lejano

Hoy regreso, casi sin proponérmelo, a mis primeros años en la Escuela de Arquitectura,  principios de los 90, cuando entré sin saber del todo en qué consistía esta profesión que  hoy considero una de las más bellas. Entonces apenas intuía su profundidad, pero ya me  seducía la poesía silenciosa de las imágenes que hojeaba en libros y revistas: edificios que  parecían contar historias, ciudades que respiraban, planos que prometían mundos  posibles. Quizá por eso, ahora que Frank Gehry ha fallecido, siento la necesidad de escribir  este artículo: volver al lugar y espacio que sentía aquella joven que empezaba a descubrir  la arquitectura como quien abre una puerta hacia lo desconocido. 

Estudiar arquitectura en Madrid significaba, en cierta medida, aprender a mirar el mundo  con capas superpuestas: técnica, historia, ciudad, política, belleza. Y en medio de todas  esas capas, de repente, irrumpió un nombre capaz de ocupar pasillos enteros y discusiones interminables: Frank O. Gehry. Su figura era casi un fenómeno atmosférico. A  veces admirado, otras cuestionado, pero jamás ignorado. 

Recuerdo perfectamente el día en que supe del proyecto del Museo Guggenheim en Bilbao.  Era una revista que pasábamos de mano en mano. Las formas no parecían obedecer a nada  conocido; era como si el edificio estuviera a punto de despegar, o de deshacerse, o de  transformarse. Yo, que venía entonces de una educación más racionalista, sentí una  sacudida. No sabía si aquello era arquitectura, escultura o un acto de pura rebeldía. Quizá  era las tres cosas a la vez. 

En aquellas aulas aún impregnadas de olor a cartón pluma, madera de balsa, cúter, cola  blanca en las que hacíamos maquetas para expresar nuestras ideas de proyectos, Gehry  se convirtió en una especie de espejo que nos obligaba a preguntarnos quiénes queríamos  ser como arquitectos. Muchos profesores nos advertían del riesgo del formalismo. Otros  nos animaban a valorar la libertad creativa. Y yo oscilaba entre ambas orillas,  preguntándome si la arquitectura debía ser un gesto lírico o un mecanismo social, o si tal  vez podía aspirar a ser las dos. 

El Guggenheim abrió sus puertas y comenzó a hablarse del “efecto Bilbao”. Recuerdo viajar  allí poco después, más por intuición que por turismo, viaje de estudiantes de arquitectura.  Caminé alrededor del edificio. El titanio cambiaba de color como si respirara. Era un objeto  inmenso, sí, pero también sorprendentemente cercano a la ría, casi humilde en su relación  con el agua y la luz. Aquella visita me cambió más de lo que entonces supe reconocer. Me  enseñó que la arquitectura puede conmover más allá de los planos, que puede generar  ciudad y relato a la vez, que a veces un edificio es una conversación entre materia y  emoción. 

Años más tarde, cuando Gehry diseñó el hotel Marqués de Riscal en La Rioja, sentí que el  edificio era como una versión más madura y silenciosa de sí mismo. Las cintas metálicas  parecían bailar con el paisaje, como si el propio territorio hubiera dictado parte del diseño.  Aquella obra me recordó algo esencial: que incluso los arquitectos más icónicos necesitan  “escuchar” al lugar. 

Curiosamente, aunque tantas veces se mencionó su nombre en tertulias y conferencias en  Madrid, Gehry nunca llegó a construir nada en la capital. Quizá Madrid no necesitaba una  obra suya para formar parte de su historia. Quizá su legado aquí fue otro: el de obligarnos a debatir, a cuestionarnos, a pensar en el papel de los iconos, en el riesgo del espectáculo y  en la responsabilidad del diseño. 

Hoy, muchos años después de aquellas dudas y entusiasmos juveniles, miro hacia atrás  con una nostalgia luminosa. Gehry, desde la distancia, me dio algo que no figuraba en  ningún temario: me enseñó a convivir con la contradicción, a aceptar que la arquitectura  puede ser a la vez útil y poética, ligera y contundente, racional y emocional. En definitiva,  humana. 

Cuando llegan estos recuerdos, siento que aquella estudiante sigue dentro de mí,  admirándose, enfadándose, descubriendo el mundo con la misma mirada temblorosa.  Gehry no fue mi arquitecto favorito, ni mi referencia absoluta, pero sí fue un hito. Y eso  merece ser respetado y contado. 

Termino con una frase de Louis Kahn que siempre me acompañó y que hoy resuena con  más fuerza que nunca: “La arquitectura es el pensamiento convertido en luz.” 

Quizá eso es lo que Gehry, con todas sus curvas y audacias, intentó recordarnos siempre.